Cuando nos insultan o nos mienten acerca de nuestra conducta tendemos instintivamente a reaccionar respondiendo del mismo modo. Solemos insultar a nuestra vez o tendemos a devolver la ofensa ofendiendo también nosotros. Esta parece ser la conducta más general. Este modo de reaccionar consiste básicamente en imitar, reproducir la conducta del ofensor. Y esto, si lo pensamos bien, resulta absurdo: yo no tengo por qué ponerme en el papel de otro, haga lo que haga el otro. Y mucho menos imitar a otro cuando rompe una regla, la del respeto a los demás.
Es cierto que cuando nos insultan o nos ofenden sentimos daño y a continuación enfado o cólera. Pero esta es una reacción emocional que debería ser suprimida. ¿Por qué razón tendría que dolerme a mí algo que me parece falso o que no se corresponde a mi conducta? Ese dolor podría tener justificación si ese insulto u ofensa procediera de una persona a la que nos sentimos ligados por cariño, amistad o amor. Pero si procede de un desconocido, ¿por qué valoramos tal insulto u ofensa si esas palabras y su autor nada tienen que ver con nosotros?
Lo más que deberíamos hacer sería señalar ese insulto o esa ofensa como una falta a la convivencia, como un incumplimiento de la ley del respeto hacia uno mismo y hacia los demás. Así lo interpretaban los antiguos cínicos cuando escribían en su propia frente el nombre del agresor. La ofensa pertenece al que ofende, el hecho es suyo, al ofendido no le incumbe, y el ofensor debe reconocerlo y pagar por ello.
lunes, 20 de diciembre de 2010
jueves, 2 de diciembre de 2010
Adula, que algo queda
Lástima que cuanto más sinceras, más secretas se vuelvan las opiniones. Y a veces se ocultan para aparentar que se piensa lo contrario. Parece que en la red han caído miles de documentos secretos que tienen que ver con las relaciones entre estados, políticos y gente poderosa. Se dicen cosas que desmienten lo que leemos y oímos en los medios de comunicación. Detrás de los abrazos, las caras sonrientes, las buenas palabras, las promesas, está el puñal de la indiferencia o el desprecio. Como entre las personas así entre los estados y los poderosos. Qué larga historia tiene la adulación y la apariencia.
viernes, 19 de noviembre de 2010
La mala gente en la política
Alguien podría preguntar: ¿qué entiendes por mala gente? Vamos a simplificar: alguien que no te gustaría tener como yerno o como nuera, pongamos por ejemplo. Alguien que no te gustaría que asociara su vida a la de tus hijos debido a su personalidad, a su educación o a su incultura.
Echemos un vistazo a los ciudadanos que trabajan en política, tal como nos los muestran los medios de comunicación. Es verdad que tales medios, según su orientación, nos ofrecen de los políticos visiones deformadas en muchas ocasiones. Pero en general reproducen frases, gestos o actitudes que no son desmentidos y que podríamos aceptar como verídicos en la conducta de esos ciudadanos. Pues bien, ¿qué es lo que vemos y oímos? No son pocos los que hieren la vista y el oído con sus gestos y palabras. Dirán que en todas las profesiones hay cumplidores buenos, malos y regulares. Pero, ¿por qué en política nos ofende más que haya malos personajes? Tal vez sea porque nos representan a todos en las instancias de poder. Y en un momento dado nos chirría alguien de la lista del partido que hemos votado (o que no hemos votado).
Porque no creo que los ciudadanos en general veamos sólo los fallos en los representantes de los partidos políticos que no apoyamos. Precisamente eso pretenden o ingenuamente creen algunos políticos. La escasa inteligencia, las faltas de preparación, educación y cultura, lo chabacano, lo soez, el machismo irredento, la corrupción, etc., se ve en todas partes y lo ve cualquiera que no esté cegado por el fanatismo y sea medianamente perspicaz.
¿Cómo podríamos acabar con ese porcentaje de mala gente en la política? Sencillamente negándonos a votar la lista en la que aparezca alguno de esos personajes, sea cual sea el partido al que pertenezca. Dentro de sus respectivos partidos están bien afianzados en ocasiones, gracias a un funcionamiento interno en el que priman más las malas artes que el mérito personal. Y los vemos repetir en las listas, elección tras elección. Todos tenemos preferencias en política, claro está, pero apliquemos rigurosamente ese veto al indeseable, aún a costa de introducir el sobre vacío en la urna.
Echemos un vistazo a los ciudadanos que trabajan en política, tal como nos los muestran los medios de comunicación. Es verdad que tales medios, según su orientación, nos ofrecen de los políticos visiones deformadas en muchas ocasiones. Pero en general reproducen frases, gestos o actitudes que no son desmentidos y que podríamos aceptar como verídicos en la conducta de esos ciudadanos. Pues bien, ¿qué es lo que vemos y oímos? No son pocos los que hieren la vista y el oído con sus gestos y palabras. Dirán que en todas las profesiones hay cumplidores buenos, malos y regulares. Pero, ¿por qué en política nos ofende más que haya malos personajes? Tal vez sea porque nos representan a todos en las instancias de poder. Y en un momento dado nos chirría alguien de la lista del partido que hemos votado (o que no hemos votado).
Porque no creo que los ciudadanos en general veamos sólo los fallos en los representantes de los partidos políticos que no apoyamos. Precisamente eso pretenden o ingenuamente creen algunos políticos. La escasa inteligencia, las faltas de preparación, educación y cultura, lo chabacano, lo soez, el machismo irredento, la corrupción, etc., se ve en todas partes y lo ve cualquiera que no esté cegado por el fanatismo y sea medianamente perspicaz.
¿Cómo podríamos acabar con ese porcentaje de mala gente en la política? Sencillamente negándonos a votar la lista en la que aparezca alguno de esos personajes, sea cual sea el partido al que pertenezca. Dentro de sus respectivos partidos están bien afianzados en ocasiones, gracias a un funcionamiento interno en el que priman más las malas artes que el mérito personal. Y los vemos repetir en las listas, elección tras elección. Todos tenemos preferencias en política, claro está, pero apliquemos rigurosamente ese veto al indeseable, aún a costa de introducir el sobre vacío en la urna.
jueves, 11 de noviembre de 2010
Los bienes que necesitamos
A veces nos rodeamos de muchas cosas por el placer indiscriminado que brindan. Nos atiborramos de posesiones que en la mayoría de los casos han dejado de proporcionarnos el placer que un día nos dieron.
Y eso es así porque en su momento no supimos evaluar suficientemente lo que representaban tales bienes para nuestro bienestar. La mayoría de las cosas nos ofrece un disfrute efímero, pero nos damos cuenta cuando ya hemos dejado de sentir interés por ellas.
Antes de adquirir, de tener, deberíamos ejercitar la valoración justa de lo que nos apetece, hacer una prospección de su futuro disfrute. Y así comprobaríamos que lo que es realmente necesario para un bienestar constante y duradero es bien poco. Apenas algunas cosas –que no por ello serán a veces de fácil acceso- para nuestra subsistencia física. Y para nuestra subsistencia emocional, para nuestra felicidad, ser o estar, preferiblemente a tener: ser sabio o estar enamorado, mejor que abundar en bienes que estrictamente no necesitamos.
Y eso es así porque en su momento no supimos evaluar suficientemente lo que representaban tales bienes para nuestro bienestar. La mayoría de las cosas nos ofrece un disfrute efímero, pero nos damos cuenta cuando ya hemos dejado de sentir interés por ellas.
Antes de adquirir, de tener, deberíamos ejercitar la valoración justa de lo que nos apetece, hacer una prospección de su futuro disfrute. Y así comprobaríamos que lo que es realmente necesario para un bienestar constante y duradero es bien poco. Apenas algunas cosas –que no por ello serán a veces de fácil acceso- para nuestra subsistencia física. Y para nuestra subsistencia emocional, para nuestra felicidad, ser o estar, preferiblemente a tener: ser sabio o estar enamorado, mejor que abundar en bienes que estrictamente no necesitamos.
Por el esfuerzo hacia el placer
Nuestra capacidad mental, superior a la del resto de los seres vivos, nos lleva a veces a alejarnos del modelo de vida de los seres animados. Y esto conduce a la infelicidad y al dolor.
Fijémonos en los animales. Desde que nacen deben actuar para conservar la vida, primero ayudados por sus progenitores, después sólos. Deben subsistir por medio del esfuerzo en buscar su presa o actuar de determinada manera para no ser atacados y muertos. Consiguen pues el placer de la comida o la reproducción mediante un esfuerzo previo a esos placeres.
Los seres humanos sin embargo, gracias a la tecnología que nuestras mentes han producido, hemos reducido hasta extremos peligrosos el esfuerzo necesario para mantener la vida. Claro está que esto va referido a determinadas regiones del mundo, a lo que llamamos el primer mundo.
Hemos llegado a tener la ilusión de que apenas hay que hacer nada para poder vivir, hemos llegado a creer que la vida es una secuencia de placeres que son graciosamente dados sin apenas esfuerzo. El mundo occidental es frecuente en prototipos de hombres y mujeres que parecen rodeados de placer sin que tengan que pagar precio alguno por ello.
Y esta idea ha pasado a los jóvenes, a su educación, con una superprotección de la que somos culpables los padres y los educadores. En la educación de los jóvenes y en el mundo de los adultos debería ser constante el modelo de la vida animal, exento, claro está, de la agresividad que les es propia. Vivimos, esto es, nacemos, crecemos, nos multiplicamos con el incentivo del placer, sí, pero al que hay que llegar con un esfuerzo previo. Sólo ese placer es auténtico o válido; el que se nos da sin él acaba por dejar de ser placer y se convierte en algo anodino: la vida se vuelve insípida y exigimos más sin saber qué ni a quién pedirlo.
Fijémonos en los animales. Desde que nacen deben actuar para conservar la vida, primero ayudados por sus progenitores, después sólos. Deben subsistir por medio del esfuerzo en buscar su presa o actuar de determinada manera para no ser atacados y muertos. Consiguen pues el placer de la comida o la reproducción mediante un esfuerzo previo a esos placeres.
Los seres humanos sin embargo, gracias a la tecnología que nuestras mentes han producido, hemos reducido hasta extremos peligrosos el esfuerzo necesario para mantener la vida. Claro está que esto va referido a determinadas regiones del mundo, a lo que llamamos el primer mundo.
Hemos llegado a tener la ilusión de que apenas hay que hacer nada para poder vivir, hemos llegado a creer que la vida es una secuencia de placeres que son graciosamente dados sin apenas esfuerzo. El mundo occidental es frecuente en prototipos de hombres y mujeres que parecen rodeados de placer sin que tengan que pagar precio alguno por ello.
Y esta idea ha pasado a los jóvenes, a su educación, con una superprotección de la que somos culpables los padres y los educadores. En la educación de los jóvenes y en el mundo de los adultos debería ser constante el modelo de la vida animal, exento, claro está, de la agresividad que les es propia. Vivimos, esto es, nacemos, crecemos, nos multiplicamos con el incentivo del placer, sí, pero al que hay que llegar con un esfuerzo previo. Sólo ese placer es auténtico o válido; el que se nos da sin él acaba por dejar de ser placer y se convierte en algo anodino: la vida se vuelve insípida y exigimos más sin saber qué ni a quién pedirlo.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Los programas para “hablar bien”
Hay en la radio y la televisión programas para “hablar bien”. En ellos se recuerdan normas gramaticales mal empleadas ocasionalmente, se comentan expresiones o giros mal aplicados, se denuncian sustantivos o adjetivos lanzados al estrellato léxico, etc. Ejemplo reciente de esto último podría ser un adjetivo que está teniendo una fulminante carrera en los medios de comunicación: las cosas, los hechos, ya no son feos, malos o difíciles, sino “complicados”. Parece que se trata de un uso que pretende atenuar –no sé por qué- una gravedad. Porque decir de un barrio arrasado por un movimiento de tierras que está en una situación “complicada”, como he oído en la televisión, me parece de burla dada la gravedad del asunto.
Sin embargo, aún a riesgo de parecer contradictorio, una vez que se aprecia un hecho de este tipo, una vez que somos conscientes de nuevos usos y desusos de palabras, giros y formas gramaticales, ¿por qué habríamos de insistir en el viejo uso frente al nuevo? Podría indicarse todo lo más la innovación frente a lo que había, pero deberíamos rendirnos ante la evidencia de que no se puede detener el cambio en la lengua, como no se puede detener la corriente de un río. A fin de cuentas hablamos una lengua que es el resultado de hablar mal otra durante dos mil años.
Disiento pues del objetivo de dichos programas. Disiento del concepto único de hablar bien, disiento de uniformar lengua y habla, según los conceptos saussurianos. Para mí, como para otros, hablar bien es emplear en cada contexto de interlocución el registro de habla adecuado. De la misma manera que sería ridículo que yo, en la barra de un bar, con parroquianos comentando un partido, dijera con seriedad: “el defensa izquierdo contrario tiene una habilidad inquietante para imprimir duros golpes a las extremidades de nuestros delanteros” –imagínense las miradas furtivas y el inmediato cachondeo-, también sería inapropiado escuchar en mi clase universitaria: “Jo, tío, el diccionario de Corominas mola mogollón” –como ocurrió realmente. Cuando le comenté a la alumna en cuestión algo parecido a lo que vengo comentando, se mostró muy ofendida. Sus compañeras me censuraron duramente con la mirada y una de ellas me advirtió que era la que más leía de todas. Lo cual podía ser cierto, pero el problema consistía en que ella, como muchas otras personas, no distinguen los contextos para distinguir los registros de habla y eso sí que es “hablar mal”. En una facultad universitaria esto no se puede pasar por alto si se hace inconscientemente, y si se hace conscientemente se asume una pobreza innecesaria y limitadora, lo que tampoco es adecuado precisamente en el ámbito donde se muestran la riqueza y las infinitas posibilidades de la expresión lingüística.
Creo que lo maravilloso del lenguaje consiste precisamente en poder utilizar todos los variados registros del habla, modificando el vocabulario y la gramática para adaptarse a los diferentes contextos de interlocución y comunicarse con la mayor expresividad. No debería predicarse pues la bondad o superioridad de un registro sobre otros, sino mostrar la distinción de las diferentes situaciones de comunicación y enseñar a distinguir y a disponer de los registros de habla adecuados.
Sin embargo, aún a riesgo de parecer contradictorio, una vez que se aprecia un hecho de este tipo, una vez que somos conscientes de nuevos usos y desusos de palabras, giros y formas gramaticales, ¿por qué habríamos de insistir en el viejo uso frente al nuevo? Podría indicarse todo lo más la innovación frente a lo que había, pero deberíamos rendirnos ante la evidencia de que no se puede detener el cambio en la lengua, como no se puede detener la corriente de un río. A fin de cuentas hablamos una lengua que es el resultado de hablar mal otra durante dos mil años.
Disiento pues del objetivo de dichos programas. Disiento del concepto único de hablar bien, disiento de uniformar lengua y habla, según los conceptos saussurianos. Para mí, como para otros, hablar bien es emplear en cada contexto de interlocución el registro de habla adecuado. De la misma manera que sería ridículo que yo, en la barra de un bar, con parroquianos comentando un partido, dijera con seriedad: “el defensa izquierdo contrario tiene una habilidad inquietante para imprimir duros golpes a las extremidades de nuestros delanteros” –imagínense las miradas furtivas y el inmediato cachondeo-, también sería inapropiado escuchar en mi clase universitaria: “Jo, tío, el diccionario de Corominas mola mogollón” –como ocurrió realmente. Cuando le comenté a la alumna en cuestión algo parecido a lo que vengo comentando, se mostró muy ofendida. Sus compañeras me censuraron duramente con la mirada y una de ellas me advirtió que era la que más leía de todas. Lo cual podía ser cierto, pero el problema consistía en que ella, como muchas otras personas, no distinguen los contextos para distinguir los registros de habla y eso sí que es “hablar mal”. En una facultad universitaria esto no se puede pasar por alto si se hace inconscientemente, y si se hace conscientemente se asume una pobreza innecesaria y limitadora, lo que tampoco es adecuado precisamente en el ámbito donde se muestran la riqueza y las infinitas posibilidades de la expresión lingüística.
Creo que lo maravilloso del lenguaje consiste precisamente en poder utilizar todos los variados registros del habla, modificando el vocabulario y la gramática para adaptarse a los diferentes contextos de interlocución y comunicarse con la mayor expresividad. No debería predicarse pues la bondad o superioridad de un registro sobre otros, sino mostrar la distinción de las diferentes situaciones de comunicación y enseñar a distinguir y a disponer de los registros de habla adecuados.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Calcetines
Venía en tren a la capital cuando observé que un grupo de treintañeros miraba discretamente mis pies y comentaban algo sonriendo. Vestían trajes de corte fiel y corbatas difícilmente diferenciables. Supuse que era el uniforme de bancarios o banqueros, como suele decirse ahora de los que trabajan en un banco o de quienes lo dirigen o poseen. Es curioso que en algunas profesiones, no en todas, claro está, se tienda a usar uniforme por un deseo de aparentar o de esconder, aunque al final sea lo mismo. Todos hemos visto sentados en la sala de un juzgado a elegantísimos facinerosos, pero también te puede abrir una cuenta corriente alguien vestido como de boda.
Pues bien, yo aquella mañana había abierto el cajón de los calcetines y ante la ausencia de calcetines limpios de diario había puesto los que uso para correr o caminar: ¡calcetines blancos! Soy consciente de que para algunas personas tal color en ese complemento es una frontera, una transgresión definitiva del buen gusto. Me miré los calcetines y también sonreí. Pero mi mente diacrónica y cínica empezó a considerar el ominoso hecho y llegó a recordar un anuncio sepultado en el fondo de la memoria: “Chaussettes noires? Oui, c’est la mode!”.
Pues sí, aún recuerdo los calcetines blancos y multicolores que nos compraban nuestras madres allá por mi infancia y adolescencia. Hasta que desde Francia, salvo error, llegó la moda de los calcetines negros. Sería fácil especular sobre la causa primigenia y el éxito inmediato y duradero de la elección del color negro para el primer envoltorio de los pies.
Volví a mirarme los calcetines y me gustaron sobresaliendo de mis zapatos. En todo caso, ¿por qué seguir otra convención? Y me agradó la idea de volver a mis orígenes en ese humilde complemento. De manera que usaré calcetines blancos o de cualquier color que lleguen al cajón de mi ropa.
Pues bien, yo aquella mañana había abierto el cajón de los calcetines y ante la ausencia de calcetines limpios de diario había puesto los que uso para correr o caminar: ¡calcetines blancos! Soy consciente de que para algunas personas tal color en ese complemento es una frontera, una transgresión definitiva del buen gusto. Me miré los calcetines y también sonreí. Pero mi mente diacrónica y cínica empezó a considerar el ominoso hecho y llegó a recordar un anuncio sepultado en el fondo de la memoria: “Chaussettes noires? Oui, c’est la mode!”.
Pues sí, aún recuerdo los calcetines blancos y multicolores que nos compraban nuestras madres allá por mi infancia y adolescencia. Hasta que desde Francia, salvo error, llegó la moda de los calcetines negros. Sería fácil especular sobre la causa primigenia y el éxito inmediato y duradero de la elección del color negro para el primer envoltorio de los pies.
Volví a mirarme los calcetines y me gustaron sobresaliendo de mis zapatos. En todo caso, ¿por qué seguir otra convención? Y me agradó la idea de volver a mis orígenes en ese humilde complemento. De manera que usaré calcetines blancos o de cualquier color que lleguen al cajón de mi ropa.
martes, 5 de octubre de 2010
Solitarios
Desde hace un tiempo me ha tocado estar sólo buena parte del día. Y aparte de mi trabajo y de pocos quehaceres, me dedico a caminar aprovechando las últimas horas del día diurno. Camino o paseo por lugares adecuados, lejos de la estrechez de las calles. Voy por lugares donde sea visible una gran parte del cielo, para beneficiarme de la belleza de la luz y de las nubes. O frecuento límites terrestres con el mar: playas y muelles, donde las ciudades costeras te permiten mayor contacto con la naturaleza.
Allí es fácil encontrarte con muchos caminantes, si el tiempo lo permite. Es raro ver grupos de tres o cuatro personas. Más frecuentes son las parejas. Puedes oír lo que hablan los grupos e incluso algunas parejas. Algunas aprovechan el momento de ocio para discutir. Sin embargo la mayoría hablan quedo mirando al frente, con la confianza de la asiduidad de muchos años o con el fervor de los enamorados.
Pero aún más numerosos son los caminantes solitarios. Unos van muy rápido, como cumpliendo un mandato médico, con la mirada fija y el ceño fruncido, descuidados del lugar por el que pasan. Otros van con auriculares y micrófono, hablando a grandes voces al vacío, locos de manos libres. Otros van con auriculares también, absortos, dejándonos con la intriga de saber qué van escuchando. Muchos, da la impresión, caminan por esos lugares como podrían hacerlo por cualesquiera otros, tal parece la ignorancia del lugar que pisan. Otros, finalmente, no caminan tan rápido; de vez en cuando dirigen miradas al mar y a las nubes y cuando nadie los mira, sonríen. Entre estos procuro estar yo.
Allí es fácil encontrarte con muchos caminantes, si el tiempo lo permite. Es raro ver grupos de tres o cuatro personas. Más frecuentes son las parejas. Puedes oír lo que hablan los grupos e incluso algunas parejas. Algunas aprovechan el momento de ocio para discutir. Sin embargo la mayoría hablan quedo mirando al frente, con la confianza de la asiduidad de muchos años o con el fervor de los enamorados.
Pero aún más numerosos son los caminantes solitarios. Unos van muy rápido, como cumpliendo un mandato médico, con la mirada fija y el ceño fruncido, descuidados del lugar por el que pasan. Otros van con auriculares y micrófono, hablando a grandes voces al vacío, locos de manos libres. Otros van con auriculares también, absortos, dejándonos con la intriga de saber qué van escuchando. Muchos, da la impresión, caminan por esos lugares como podrían hacerlo por cualesquiera otros, tal parece la ignorancia del lugar que pisan. Otros, finalmente, no caminan tan rápido; de vez en cuando dirigen miradas al mar y a las nubes y cuando nadie los mira, sonríen. Entre estos procuro estar yo.
martes, 27 de julio de 2010
Rosalía se levantó de la cama (V)
Se acercaba el tiempo de Carnaval. Y Rosalía, con esos aires de libertad que ahora respiraba, empezó a darle vueltas a una idea que nunca se le habría ocurrido antes. Es curioso, pensaba, cómo le vienen a una las ideas a la cabeza. Parece que somos dueños de ella, que pensamos lo que queremos o porque somos lo que somos. Pero unas cosas se nos ocurren en determinadas ocasiones y otras jamás saldrían a la luz. Y la única explicación que se me ocurre es la diferente situación personal en la que podemos encontrarnos.
Se daba cuenta perfectamente de que en su vida anterior con Fermín jamás se le hubiera ocurrido disfrazarse por Carnaval. Ni siquiera con el disfraz más tópico e insignificante. Pero ahora le apetecía hacerlo. Y con un disfraz que revelaría una vocación que nunca se le había ocurrido revelar a sus padres. Una vez, animada por el vino en una cena con un grupo de amigos, lo había contado habiéndole llegado el turno de respuesta a la pregunta de qué habrías querido ser si no fueras lo que eres. Cuando ella reveló su frustrada vocación estallaron las risas. Pero Fermín la reprendió de una forma inusitada cuando volvieron a casa. Después, cuando volvieron a reunirse con los amigos, comentó en varias ocasiones lo que alteraba el vino a su mujer para llegar a decir las cosas que decía, que nada más lejos de lo que en realidad sentía Rosalía, etc.
Por eso sonrió cuando le vino a la mente dar realidad a esa idea que antes no se le habría ocurrido. Habló con Ángel. Escuchó muy sorprendido pero no llegó a parecer contrariado. Estuvo un tiempo callado mirándola y finalmente asintió, algo divertido. La tarde del día elegido para disfrazarse estaba la confitería a rebosar. Había calculado la hora en que estaría más concurrida. Unos días antes había hecho algunas compras y, fuera del horario de su trabajo, había hecho unos pequeños arreglos en un ángulo del salón de la confitería. Finalmente, con el salón lleno a la hora elegida, se acercó sigilosamente a la puerta del establecimiento, la cerró con llave y puso el cartel de cerrado. Después se dirigió al pequeño cuarto en el que se cambiaba al llegar a su trabajo. Allí se encontraban también los commutadores de la iluminación y el reproductor de la música que podía oírse en los altavoces de la confitería.
Come on babe
Why don’t we paint the town
And all that jazz...
I’m gonna rouge my knees
And roll my stockings down
And all that jazz...
El numeroso público que llenaba el establecimiento guardó un inmediato silencio al empezar a oírse la música, pero sobre todo con la sorprendente aparición de Rosalía. Llevaba un vestido de lentejuelas de escote pronunciado y muy corto, que apenas sobrepasaba las nalgas, y medias de malla negra con zapatos de tacón alto. Se había maquillado mucho resaltando sus ojos, lucía coloretes en los pómulos y sus labios muy rojos parecían proyectar una boca inmensa que abría, simulando con la perfección lograda tras varios ensayos, cantar la letra de la canción que sonaba.
Start the car
I know a whoopty spot
Where the gin is cold
But the piano’s hot
It’s just a noisy hall
Where there’s a nightly brawl
And all...that...jazz
Rosalía se movía por el minúsculo escenario con una soltura y una facilidad admirables, haciendo sencillos pasos de baile al compás de la música. Sonó otra canción nada más terminar la anterior y cuando acabó ésta Rosalía dio por terminada su actuación. El público de la confitería, sorprendido por la brillante representación pese a lo exiguo de los medios y al decorado, prorrumpió en un larguísimo aplauso que Rosalía aumentaba aún más con sus sucesivas entradas y salidas del cuarto de cambiarse.
Rosalía habría querido ser cabaretera. Le gustaba ese mundo de luces y música vibrante del escenario, le gustaban las canciones de ritmos animados y pegadizos, con letras de doble sentido que escandalizaban y desafiaban a ese mundo dominante de los hombres. Sólo eso le gustaba y no cualquier otra interpretación del oficio, aunque para ello hubiera que mostrar las piernas y llamar la atención con su cuerpo. Las piernas, la única parte de su anatomía con la que no estaba conforme, con muslos demasiado gruesos y rodillas anchas. De no ser por ellas...
Finalmente se encendieron las luces y todo volvió a la normalidad. La inesperada cabaretera reapareció con su bata cruzada de siempre y el público la siguió con otra ovación hasta el mostrador. Ángel la felicitó desde la pequeña ventana del obrador, a donde ya había vuelto tras presenciar su actuación. Rosalía volvió a abrir la puerta de la confitería y todo volvió a ser como siempre.
Se daba cuenta perfectamente de que en su vida anterior con Fermín jamás se le hubiera ocurrido disfrazarse por Carnaval. Ni siquiera con el disfraz más tópico e insignificante. Pero ahora le apetecía hacerlo. Y con un disfraz que revelaría una vocación que nunca se le había ocurrido revelar a sus padres. Una vez, animada por el vino en una cena con un grupo de amigos, lo había contado habiéndole llegado el turno de respuesta a la pregunta de qué habrías querido ser si no fueras lo que eres. Cuando ella reveló su frustrada vocación estallaron las risas. Pero Fermín la reprendió de una forma inusitada cuando volvieron a casa. Después, cuando volvieron a reunirse con los amigos, comentó en varias ocasiones lo que alteraba el vino a su mujer para llegar a decir las cosas que decía, que nada más lejos de lo que en realidad sentía Rosalía, etc.
Por eso sonrió cuando le vino a la mente dar realidad a esa idea que antes no se le habría ocurrido. Habló con Ángel. Escuchó muy sorprendido pero no llegó a parecer contrariado. Estuvo un tiempo callado mirándola y finalmente asintió, algo divertido. La tarde del día elegido para disfrazarse estaba la confitería a rebosar. Había calculado la hora en que estaría más concurrida. Unos días antes había hecho algunas compras y, fuera del horario de su trabajo, había hecho unos pequeños arreglos en un ángulo del salón de la confitería. Finalmente, con el salón lleno a la hora elegida, se acercó sigilosamente a la puerta del establecimiento, la cerró con llave y puso el cartel de cerrado. Después se dirigió al pequeño cuarto en el que se cambiaba al llegar a su trabajo. Allí se encontraban también los commutadores de la iluminación y el reproductor de la música que podía oírse en los altavoces de la confitería.
Come on babe
Why don’t we paint the town
And all that jazz...
I’m gonna rouge my knees
And roll my stockings down
And all that jazz...
El numeroso público que llenaba el establecimiento guardó un inmediato silencio al empezar a oírse la música, pero sobre todo con la sorprendente aparición de Rosalía. Llevaba un vestido de lentejuelas de escote pronunciado y muy corto, que apenas sobrepasaba las nalgas, y medias de malla negra con zapatos de tacón alto. Se había maquillado mucho resaltando sus ojos, lucía coloretes en los pómulos y sus labios muy rojos parecían proyectar una boca inmensa que abría, simulando con la perfección lograda tras varios ensayos, cantar la letra de la canción que sonaba.
Start the car
I know a whoopty spot
Where the gin is cold
But the piano’s hot
It’s just a noisy hall
Where there’s a nightly brawl
And all...that...jazz
Rosalía se movía por el minúsculo escenario con una soltura y una facilidad admirables, haciendo sencillos pasos de baile al compás de la música. Sonó otra canción nada más terminar la anterior y cuando acabó ésta Rosalía dio por terminada su actuación. El público de la confitería, sorprendido por la brillante representación pese a lo exiguo de los medios y al decorado, prorrumpió en un larguísimo aplauso que Rosalía aumentaba aún más con sus sucesivas entradas y salidas del cuarto de cambiarse.
Rosalía habría querido ser cabaretera. Le gustaba ese mundo de luces y música vibrante del escenario, le gustaban las canciones de ritmos animados y pegadizos, con letras de doble sentido que escandalizaban y desafiaban a ese mundo dominante de los hombres. Sólo eso le gustaba y no cualquier otra interpretación del oficio, aunque para ello hubiera que mostrar las piernas y llamar la atención con su cuerpo. Las piernas, la única parte de su anatomía con la que no estaba conforme, con muslos demasiado gruesos y rodillas anchas. De no ser por ellas...
Finalmente se encendieron las luces y todo volvió a la normalidad. La inesperada cabaretera reapareció con su bata cruzada de siempre y el público la siguió con otra ovación hasta el mostrador. Ángel la felicitó desde la pequeña ventana del obrador, a donde ya había vuelto tras presenciar su actuación. Rosalía volvió a abrir la puerta de la confitería y todo volvió a ser como siempre.
Rosalía se levantó de la cama (IV)
Rosalía se sintió satisfecha tras el mostrador. Acababa de abrir la confitería al público y aún no había llegado ningún cliente. Repasó lo que había sido el último año de su vida. El imbécil y ella no habían tenido hijos. Al principio de su matrimonio Rosalía pensaba que se habían casado por amor. Así había sido en lo que respecta a ella, lo creía sinceramente.
Después se dio cuenta de que Fermín estaba enamorado de su posesión, no de ella. Rosalía había sido educada aún en la costumbre de considerar que la mujer sóla no puede valerse por sí misma a lo largo de la vida. Que su vida estaría incompleta sin hijos y que para ello tandría que casarse y depender de un hombre. No es que sus padres hubieran sido muy tradicionales, pero las pautas más o menos conscientes de su propia educación le habían sido transmitidas a la hija como sin quererlo.
Y así entró en su vida Fermín, ya desde su adolescencia en el instituto. Era unos años mayor que ella, alto, guapo, muy risueño y hablador. Rosalía pensaba que había elegido bien, viendo el interés y envidia que suscitaba entre las amigas su elección. Y casi sin pensarlo pasaron años de noviazgo, mientras ella acababa sus estudios previos a una carrera superior. Y cuando Fermín volvió de la universidad, ella ya no tuvo opción de entrar en ella. Le propuso que se casaran para poder desplazarse juntos por las diversas ciudades en las que Fermín debía asentarse y trabajar. Rosalía hubiera querido ser maestra, tenía vocación y dotes, pensaba. Pero se dejó aconsejar por una madre débil y un padre que veía con alivio el casamiento de una de sus hijas. Además todo el mundo consideraba que aquella era una pareja ideal con un futuro prometedor de prosperidad e hijos. Y Rosalía se sentía enamorada. Su noviazgo había hecho que quisiera a un hombre alegre, siempre contando chistes, detallista, obsequioso, con un gran número de amigos con los que casi siempre salían a comer, a cenar, a tomar copas y bailar...
Pronto se reveló sin embargo que ése era otro Fermín que quedó olvidado al poco tiempo de la boda. Marcharon a otras ciudades, quedaron sin sus amigos de siempre y se vieron enfrentados a una vida de pareja que antes no habían tenido. Él se sintió sin su público. En cada lugar realizaba un gran esfuerzo por rodearse de gente, de amigos. Pero ya no era como antes, ya no eran los amigos de siempre. Y Fermín se volvió serio, seco, en la soledad de la pareja. Pasaban días sin que hablaran más que entre ellos, aparte del trabajo de Fermín y de las salidas de Rosalía para las compras. Ella se quedaba en casa, hacía las pocas tareas necesarias para los dos, preparaba la comida y esperaba que volviera Fermín del trabajo.
Pero él ya no era el de antes, el del noviazgo feliz, el simpático de la pandilla. Se volvió serio, taciturno en su vida de pareja. El trabajo de él, el cambio sucesivo de lugares, los sometió a un desgaste para el que él no estaba preparado. Rosalía seguía enamorada y contaba con recursos para afrontar alegre las nuevas situaciones por las que pasaban. Tenía su propio espacio interior, leía, acudía a clases de idiomas en las academias, a clases de cocina... En cada ciudad sabía planear su vida en las horas de ocio que le quedaban tras el cuidado de su casa y de su marido. Y esto a él, aún sin reconocerlo abiertamente, le irritaba mucho. No entendía cómo ella podía tener un espacio propio al margen de él, ella que ni siquiera tenía un trabajo en el que pudiera relacionarse con los demás. Veía que su bienestar se mantenía al margen del que él pudiera proporcionarle. Quedó patente entonces el tipo de amor que Fermín había sentido por Rosalía desde siempre. La había querido como la más importante de sus admiradores, como la preferida para sus risas. Y así la había incorporado a su vida, como algo suyo, como una fiel admiradora de su personalidad. En realidad Fermín no había llegado a reparar cómo era Rosalía, qué gustos tenía, qué podía interesarle.
Comprobó que ella llevaba a cabo con naturalidad y satisfecha su papel de mujer que se queda en casa, que afronta las dificultades de los sucesivos cambios de residencia, que incluso toma iniciativas para hacer feliz su propia vida al margen del marido. Y esto empezó a amargarle, a molestarle, que ella pudiera organizar su propia vida y esperar contenta por las tardes a que él regresase. Comenzó a importunarla con celos, a sospechar que ella tenía contactos masculinos para alegrarle la vida. Insistía que sus clases de idiomas, sus salidas, no tenían más que ese fin. Ella escuchaba asombrada los reproches de su marido y aunque al principio los tomó como un indicio del fuerte amor que debía sentir por ella, pronto se le volvieron molestos y absurdos, pues seguía seguía enamorada de él como antes. Después, cuando él se dio cuenta de que sus acusaciones eran completamente infundadas y que estaba cayendo en el ridículo, comenzó a criticar sus actividades fuera de la casa, echándole en cara que se aburría con él, que ya no le quería y que buscaba otra vida fuera de él.
Rosalía aceptó el cambio de su marido como algo relacionado con el ‘stress’ de su trabajo, con el cambio de lugar de residencia, y no le daba mayor importancia pensando que cuando pudieran volver a su ciudad de origen, todo volvería a ser como antes. Pero la mayor parte del tiempo estaba huraño, poco hablador, se mostraba aburrido con ella y no deseaba ir a ninguna parte los fines de semana. Y ella empezó a darse cuenta de cómo la quería su marido, cómo la había querido siempre: como una cosa, como una propiedad suya, que estaba allí para reírle las gracias, para no tener otro ocio y otra vida que él. Se dio cuenta de que Fermín nunca se había interesado por saber cómo era ella realmente. Vio claramente que su marido nunca la había querido por sí misma, sino como un apéndice de él.
Y poco después advirtió horrorizada los primeros indicios de engaños. Fermín empezó a regalarle ropa interior, él que nunca lo había hecho. Al principio lo acogió gustosa y sorprendida, un poco divertida ante los gustos exagerados y algo exóticos de su marido. De hecho ahí empezó el interés que ella se tomó posteriormente por su ropa interior. Pero esos regalos eran una pobre disculpa ante sí mismo de lo que él había empezado a hacer poco tiempo antes. Fermín había empezado a tener citas con compañeras de trabajo, con las que empezó a tener suerte mediante alguno de estos regalos. Algunas llamadas telefónicas con silencio al otro lado de la línea, algún olor a perfume y un progresivo desinterés por las relaciones íntimas entre ambos advirtieron a Rosalía que Fermín había empezado a tener relaciones más que amistosas con otra u otras mujeres.
Ella le indicó sus sospechas, muy dolida y alterada. Él lo negó, pero se atrevió a decir que tal conducta podría ser el resultado del progresivo desinterés que, según él, ella había tomado por su vida de pareja. Comenzaron las discusiones y el deterioro de su relación. Y llegó el momento en que Rosalía se dio cuenta de que había dejado de quererle. Se dio cuenta de que no tenía sentido seguir viviendo al lado de una persona como Fermín, que se había revelado como un desconocido con el paso del tiempo, como un doble que hubiera estado escondido tras la apariencia que ella siempre había conocido en él.
Pero qué hacer. Cualquier cambio de rumbo en su vida se le parecía una hazaña imposible. Dar la noticia a sus familias, encontrar caras de incomprensión, de rechazo. Nadie se pondría en su lugar, nadie advertiría el sinsentido de continuar una vida como la suya. Y por otro lado, ¿cómo viviría?, ¿cómo podría independizarsede su actual situación. No había podido llegar a estudiar una carrera, tendría que trabajar donde pudieran aceptarla. Así pasó unos meses, duros, muy duros, en los que paulatinamente fue comunicando a sus parientes y conocidos su decisión de separarse, a la vez que sus relaciones con Fermín se habían ya vuelto inexistentes. Dormían en camas separadas y aunque Rosalía se esforzaba por evitar las discusiones, Fermín encontraba cualquier pretexto para zaherirla por la situación a la que habían llegado, acusándola de ser la causante, la que había hecho que todo se desencadenara de aquella manera.
Finalmente alguien le comentó a Rosalía que Ángel, el confitero, había quedado viudo. Ángel había sido un amigo y compañero de estudios en su ciudad natal y siempre se habían saludado con simpatía en las ocasiones en que se necontraban por la calle. Sin pensarlo, aferrándose a una lejana posibilidad, Rosalía le escribió una carta de pésame en la que le decía que pensaba regresar a la ciudad en breve y que buscaba trabajo, sin mencionarle su situación con Fermín. Ángel contestó inmediatamente ofreciéndole trabajar en la confitería, si se atrevía a ello y no le disgustaba, ya que el trabajo sería mucho y nuevo, quizá poca cosa para Rosalía, que había querido ser maestra.
Ella no lo dudó. Un día a la vuelta del trabajo, Fermín se encontró una carta en la que le comunicaba su decisión de dejarle. Volvía a su ciudad, pensaba trabajar y ya le enviaría los papeles del divorcio. Fermín tardó mucho tiempo en aceptar la situación. Sentía que algo suyo, una cosa que poseía, se le escapaba, algo muy atado a él a lo que estaba rutinariamente acostumbrado. Sintió el vacío de un mueble en el que se había acomodado durante mucho tiempo y sintió rabia. Durante un tiempo la persiguió con sus quejas y reproches, a la vez que intentaba recuperarla con promesas de cambio en él. Que la dejaría hacer sus cosas, sus aficiones y que nunca volvería serle infiel.
Pero Rosalía ya se había ido y las cartas de Fermín que le hacía llegar su familia dirigidas a ella quedaban sin respuesta. Y así empezó su nueva vida. Encontró un pequeño apartamento cerca de la confitería y el acuerdo laboral con Ángel no planteó problemas. Si Fermín había vivido tanto tiempo con ella ignorándola, desconociéndola, sin quererla a ella sino a una mujer que simplemente lo acompañaba en su vida, ella podía ahora perfectamente vivir sin él, vivir su propia vida, una vida independiente, libre, ilusionada ante el futuro.
Después se dio cuenta de que Fermín estaba enamorado de su posesión, no de ella. Rosalía había sido educada aún en la costumbre de considerar que la mujer sóla no puede valerse por sí misma a lo largo de la vida. Que su vida estaría incompleta sin hijos y que para ello tandría que casarse y depender de un hombre. No es que sus padres hubieran sido muy tradicionales, pero las pautas más o menos conscientes de su propia educación le habían sido transmitidas a la hija como sin quererlo.
Y así entró en su vida Fermín, ya desde su adolescencia en el instituto. Era unos años mayor que ella, alto, guapo, muy risueño y hablador. Rosalía pensaba que había elegido bien, viendo el interés y envidia que suscitaba entre las amigas su elección. Y casi sin pensarlo pasaron años de noviazgo, mientras ella acababa sus estudios previos a una carrera superior. Y cuando Fermín volvió de la universidad, ella ya no tuvo opción de entrar en ella. Le propuso que se casaran para poder desplazarse juntos por las diversas ciudades en las que Fermín debía asentarse y trabajar. Rosalía hubiera querido ser maestra, tenía vocación y dotes, pensaba. Pero se dejó aconsejar por una madre débil y un padre que veía con alivio el casamiento de una de sus hijas. Además todo el mundo consideraba que aquella era una pareja ideal con un futuro prometedor de prosperidad e hijos. Y Rosalía se sentía enamorada. Su noviazgo había hecho que quisiera a un hombre alegre, siempre contando chistes, detallista, obsequioso, con un gran número de amigos con los que casi siempre salían a comer, a cenar, a tomar copas y bailar...
Pronto se reveló sin embargo que ése era otro Fermín que quedó olvidado al poco tiempo de la boda. Marcharon a otras ciudades, quedaron sin sus amigos de siempre y se vieron enfrentados a una vida de pareja que antes no habían tenido. Él se sintió sin su público. En cada lugar realizaba un gran esfuerzo por rodearse de gente, de amigos. Pero ya no era como antes, ya no eran los amigos de siempre. Y Fermín se volvió serio, seco, en la soledad de la pareja. Pasaban días sin que hablaran más que entre ellos, aparte del trabajo de Fermín y de las salidas de Rosalía para las compras. Ella se quedaba en casa, hacía las pocas tareas necesarias para los dos, preparaba la comida y esperaba que volviera Fermín del trabajo.
Pero él ya no era el de antes, el del noviazgo feliz, el simpático de la pandilla. Se volvió serio, taciturno en su vida de pareja. El trabajo de él, el cambio sucesivo de lugares, los sometió a un desgaste para el que él no estaba preparado. Rosalía seguía enamorada y contaba con recursos para afrontar alegre las nuevas situaciones por las que pasaban. Tenía su propio espacio interior, leía, acudía a clases de idiomas en las academias, a clases de cocina... En cada ciudad sabía planear su vida en las horas de ocio que le quedaban tras el cuidado de su casa y de su marido. Y esto a él, aún sin reconocerlo abiertamente, le irritaba mucho. No entendía cómo ella podía tener un espacio propio al margen de él, ella que ni siquiera tenía un trabajo en el que pudiera relacionarse con los demás. Veía que su bienestar se mantenía al margen del que él pudiera proporcionarle. Quedó patente entonces el tipo de amor que Fermín había sentido por Rosalía desde siempre. La había querido como la más importante de sus admiradores, como la preferida para sus risas. Y así la había incorporado a su vida, como algo suyo, como una fiel admiradora de su personalidad. En realidad Fermín no había llegado a reparar cómo era Rosalía, qué gustos tenía, qué podía interesarle.
Comprobó que ella llevaba a cabo con naturalidad y satisfecha su papel de mujer que se queda en casa, que afronta las dificultades de los sucesivos cambios de residencia, que incluso toma iniciativas para hacer feliz su propia vida al margen del marido. Y esto empezó a amargarle, a molestarle, que ella pudiera organizar su propia vida y esperar contenta por las tardes a que él regresase. Comenzó a importunarla con celos, a sospechar que ella tenía contactos masculinos para alegrarle la vida. Insistía que sus clases de idiomas, sus salidas, no tenían más que ese fin. Ella escuchaba asombrada los reproches de su marido y aunque al principio los tomó como un indicio del fuerte amor que debía sentir por ella, pronto se le volvieron molestos y absurdos, pues seguía seguía enamorada de él como antes. Después, cuando él se dio cuenta de que sus acusaciones eran completamente infundadas y que estaba cayendo en el ridículo, comenzó a criticar sus actividades fuera de la casa, echándole en cara que se aburría con él, que ya no le quería y que buscaba otra vida fuera de él.
Rosalía aceptó el cambio de su marido como algo relacionado con el ‘stress’ de su trabajo, con el cambio de lugar de residencia, y no le daba mayor importancia pensando que cuando pudieran volver a su ciudad de origen, todo volvería a ser como antes. Pero la mayor parte del tiempo estaba huraño, poco hablador, se mostraba aburrido con ella y no deseaba ir a ninguna parte los fines de semana. Y ella empezó a darse cuenta de cómo la quería su marido, cómo la había querido siempre: como una cosa, como una propiedad suya, que estaba allí para reírle las gracias, para no tener otro ocio y otra vida que él. Se dio cuenta de que Fermín nunca se había interesado por saber cómo era ella realmente. Vio claramente que su marido nunca la había querido por sí misma, sino como un apéndice de él.
Y poco después advirtió horrorizada los primeros indicios de engaños. Fermín empezó a regalarle ropa interior, él que nunca lo había hecho. Al principio lo acogió gustosa y sorprendida, un poco divertida ante los gustos exagerados y algo exóticos de su marido. De hecho ahí empezó el interés que ella se tomó posteriormente por su ropa interior. Pero esos regalos eran una pobre disculpa ante sí mismo de lo que él había empezado a hacer poco tiempo antes. Fermín había empezado a tener citas con compañeras de trabajo, con las que empezó a tener suerte mediante alguno de estos regalos. Algunas llamadas telefónicas con silencio al otro lado de la línea, algún olor a perfume y un progresivo desinterés por las relaciones íntimas entre ambos advirtieron a Rosalía que Fermín había empezado a tener relaciones más que amistosas con otra u otras mujeres.
Ella le indicó sus sospechas, muy dolida y alterada. Él lo negó, pero se atrevió a decir que tal conducta podría ser el resultado del progresivo desinterés que, según él, ella había tomado por su vida de pareja. Comenzaron las discusiones y el deterioro de su relación. Y llegó el momento en que Rosalía se dio cuenta de que había dejado de quererle. Se dio cuenta de que no tenía sentido seguir viviendo al lado de una persona como Fermín, que se había revelado como un desconocido con el paso del tiempo, como un doble que hubiera estado escondido tras la apariencia que ella siempre había conocido en él.
Pero qué hacer. Cualquier cambio de rumbo en su vida se le parecía una hazaña imposible. Dar la noticia a sus familias, encontrar caras de incomprensión, de rechazo. Nadie se pondría en su lugar, nadie advertiría el sinsentido de continuar una vida como la suya. Y por otro lado, ¿cómo viviría?, ¿cómo podría independizarsede su actual situación. No había podido llegar a estudiar una carrera, tendría que trabajar donde pudieran aceptarla. Así pasó unos meses, duros, muy duros, en los que paulatinamente fue comunicando a sus parientes y conocidos su decisión de separarse, a la vez que sus relaciones con Fermín se habían ya vuelto inexistentes. Dormían en camas separadas y aunque Rosalía se esforzaba por evitar las discusiones, Fermín encontraba cualquier pretexto para zaherirla por la situación a la que habían llegado, acusándola de ser la causante, la que había hecho que todo se desencadenara de aquella manera.
Finalmente alguien le comentó a Rosalía que Ángel, el confitero, había quedado viudo. Ángel había sido un amigo y compañero de estudios en su ciudad natal y siempre se habían saludado con simpatía en las ocasiones en que se necontraban por la calle. Sin pensarlo, aferrándose a una lejana posibilidad, Rosalía le escribió una carta de pésame en la que le decía que pensaba regresar a la ciudad en breve y que buscaba trabajo, sin mencionarle su situación con Fermín. Ángel contestó inmediatamente ofreciéndole trabajar en la confitería, si se atrevía a ello y no le disgustaba, ya que el trabajo sería mucho y nuevo, quizá poca cosa para Rosalía, que había querido ser maestra.
Ella no lo dudó. Un día a la vuelta del trabajo, Fermín se encontró una carta en la que le comunicaba su decisión de dejarle. Volvía a su ciudad, pensaba trabajar y ya le enviaría los papeles del divorcio. Fermín tardó mucho tiempo en aceptar la situación. Sentía que algo suyo, una cosa que poseía, se le escapaba, algo muy atado a él a lo que estaba rutinariamente acostumbrado. Sintió el vacío de un mueble en el que se había acomodado durante mucho tiempo y sintió rabia. Durante un tiempo la persiguió con sus quejas y reproches, a la vez que intentaba recuperarla con promesas de cambio en él. Que la dejaría hacer sus cosas, sus aficiones y que nunca volvería serle infiel.
Pero Rosalía ya se había ido y las cartas de Fermín que le hacía llegar su familia dirigidas a ella quedaban sin respuesta. Y así empezó su nueva vida. Encontró un pequeño apartamento cerca de la confitería y el acuerdo laboral con Ángel no planteó problemas. Si Fermín había vivido tanto tiempo con ella ignorándola, desconociéndola, sin quererla a ella sino a una mujer que simplemente lo acompañaba en su vida, ella podía ahora perfectamente vivir sin él, vivir su propia vida, una vida independiente, libre, ilusionada ante el futuro.
Rosalía se levantó de la cama (III)
Ninguna de las señoras del numeroso grupo volvió en los días siguientes. Hasta que poco a poco, como en un lento pero continuo goteo, empezaron a aparecer, de dos en dos, de una en una, motivadas tal vez más por la intriga que les sugería el personaje que encarnaba Rosalía que por la presunta ofensa de su extraña conducta. Así fueron volviendo hasta que nuevamente se completó el grupo. Habían visto quizá que Paquita iba a última hora y estaban ansiosas de novedades, de espiar a alguien que ofreciera alicientes de los que hablar, ya que sus propias vidas estaban fatalmente condenadas a una estéril rutina y aburrimiento.
- Buenos días, Rosalía.
- Buenos días, Carlos. ¿Lo de siempre?
- Sí, por favor.
Hacía ya un tiempo que Rosalía encontraba algo cambiado a Carlos. Además de su habitual afabilidad y timidez había en su cara como un aire de tristeza. En cierta ocasión ya le había preguntado por ello, pero Carlos se había limitado a sonreir sin decir nada. Dada la confianza que había tomado con él, de vez en cuando Rosalía volvía a preguntarle pero él insistía con una sonrisa en que no ocurría nada. “De hoy no pasa, tengo que saber qué le ocurre”, pensó. Y cuando fue a llevarle su habitual pedido, tras servirle quedó delante de su mesa y le dijo en voz queda y amable:
- Perdona la confianza, Carlos, pero ha llegado a preocuparme el aspecto abatido que tienes en los últimos tiempos y me gustaría saber si tienes algún problema. Me parece que algo se me ha pegado del afán de saber de algunos de mis clientes –dijo, como disculpándose, con una sonrisa.
Carlos la miró durante un instante, después bajó la mirada y dirigiéndola al vacío contestó quedamente y como avergonzado.
- Verá, Rosalía, no es como para contarlo... y por Dios se lo pido que no me malinterprete... usted entenderá que no le haya dicho antes nada... Mire, sabe que yo tengo un buen conformar en la vida, que no me preocupa casi nada, que vivo al día y pongo buena cara a todo, ¿no es verdad?
- Sí, efectivamente, por eso eres uno de mis clientes más apreciados.
- Gracias... Pero hace ya mucho tiempo que... que no tengo cerca a una mujer y no veo el modo de llegar a tratarme con una... Le ruego, Rosalía, que no me malinterprete, esto no tiene que ver con usted...
- Bueno, y aunque así fuera, que no lo es, yo ya te diría si me apetece conocerte más o no. Eso es cosa mía. No te preocupes, verá cómo sin tardar mucho podrás tener cerca a una –y dando media vuelta volvió detrás del mostrador.
Rosalía siguió con sus cosas pero continuó pensando en la causa del abatimiento de Carlos. Le caía bien ese muchacho, unos veinte años más joven que ella, y le hacía gracia que algo tan sencillo pudiera afectarle hasta tal punto. “Seguramente no es como los demás y no frecuenta los bailes o cafeterías de los de su edad”, pensaba Rosalía. Pero casi al instante se le ocurrió una idea que en su fuero interno se propuso poner en práctica.
Paquita empezó a venir a la hora en que venía Carlos. Y paulatinamente, al cabo de un tiempo, dejó de acudir a última hora a la confitería. Una tarde, mientras Rosalía servía su pedido a una de las señoras del grupo más numeroso, le dijo la que parecía llevar la voz cantante del grupo, la que había comentado una vez lo satisfechas que estaban con ella:
- Rosalía, ¿estás a gusto trabajando aquí?, ¿te habría gustado quizá haberte dedicado a otra actividad?
- Si le digo la verdad, me atrae mucho el oficio de alcahueta –contestó Rosalía, causando un nuevo estupor en la cara de las presentes.
- ¿Cómo?
- Sí, es una actividad que me gustaría llevar a cabo aquí.
- ¿Qué?, sólo faltaría eso –comentaron varias de las presentes soliviantadas.
- Pues sí, comentó Rosalía con naturalidad –y salió del saloncito.
- Buenos días, Rosalía.
- Buenos días, Carlos. ¿Lo de siempre?
- Sí, por favor.
Hacía ya un tiempo que Rosalía encontraba algo cambiado a Carlos. Además de su habitual afabilidad y timidez había en su cara como un aire de tristeza. En cierta ocasión ya le había preguntado por ello, pero Carlos se había limitado a sonreir sin decir nada. Dada la confianza que había tomado con él, de vez en cuando Rosalía volvía a preguntarle pero él insistía con una sonrisa en que no ocurría nada. “De hoy no pasa, tengo que saber qué le ocurre”, pensó. Y cuando fue a llevarle su habitual pedido, tras servirle quedó delante de su mesa y le dijo en voz queda y amable:
- Perdona la confianza, Carlos, pero ha llegado a preocuparme el aspecto abatido que tienes en los últimos tiempos y me gustaría saber si tienes algún problema. Me parece que algo se me ha pegado del afán de saber de algunos de mis clientes –dijo, como disculpándose, con una sonrisa.
Carlos la miró durante un instante, después bajó la mirada y dirigiéndola al vacío contestó quedamente y como avergonzado.
- Verá, Rosalía, no es como para contarlo... y por Dios se lo pido que no me malinterprete... usted entenderá que no le haya dicho antes nada... Mire, sabe que yo tengo un buen conformar en la vida, que no me preocupa casi nada, que vivo al día y pongo buena cara a todo, ¿no es verdad?
- Sí, efectivamente, por eso eres uno de mis clientes más apreciados.
- Gracias... Pero hace ya mucho tiempo que... que no tengo cerca a una mujer y no veo el modo de llegar a tratarme con una... Le ruego, Rosalía, que no me malinterprete, esto no tiene que ver con usted...
- Bueno, y aunque así fuera, que no lo es, yo ya te diría si me apetece conocerte más o no. Eso es cosa mía. No te preocupes, verá cómo sin tardar mucho podrás tener cerca a una –y dando media vuelta volvió detrás del mostrador.
Rosalía siguió con sus cosas pero continuó pensando en la causa del abatimiento de Carlos. Le caía bien ese muchacho, unos veinte años más joven que ella, y le hacía gracia que algo tan sencillo pudiera afectarle hasta tal punto. “Seguramente no es como los demás y no frecuenta los bailes o cafeterías de los de su edad”, pensaba Rosalía. Pero casi al instante se le ocurrió una idea que en su fuero interno se propuso poner en práctica.
Paquita empezó a venir a la hora en que venía Carlos. Y paulatinamente, al cabo de un tiempo, dejó de acudir a última hora a la confitería. Una tarde, mientras Rosalía servía su pedido a una de las señoras del grupo más numeroso, le dijo la que parecía llevar la voz cantante del grupo, la que había comentado una vez lo satisfechas que estaban con ella:
- Rosalía, ¿estás a gusto trabajando aquí?, ¿te habría gustado quizá haberte dedicado a otra actividad?
- Si le digo la verdad, me atrae mucho el oficio de alcahueta –contestó Rosalía, causando un nuevo estupor en la cara de las presentes.
- ¿Cómo?
- Sí, es una actividad que me gustaría llevar a cabo aquí.
- ¿Qué?, sólo faltaría eso –comentaron varias de las presentes soliviantadas.
- Pues sí, comentó Rosalía con naturalidad –y salió del saloncito.
martes, 6 de julio de 2010
Rosalía se levantó de la cama (II)
- Esa va a por Ángel y a quedarse con la confitería.
Rosalía quedó paralizada durante un momento. Deseó que nadie más hubiera oído esa frase aislada en medio del murmullo del establecimiento. Siguió atendiendo a clientes que aguardaban delante del mostrador. Y le pareció que algunos la miraban con especial significación. Se puso fuertemente colorada pero consiguió mantenerse en calma como si nada hubiera pasado.
Procedía del grupo de señoras que tomaban café y un pastel en la merienda. Solían reunirse algunos grupos a diferentes horas de la tarde. Aquel era el más numeroso. Cuando más tarde se disgregó, Rosalía escrutaba la voz y el rostro de cada una de ellas al acercarse a pagar su consumición. La última de ellas le dijo:
- Estamos muy contentas de venir aquí y de que tú nos atiendas. La viuda –dijo haciendo un gesto hacia el obrador- era muy desagradable –y marchó con la mejor de sus sonrisas.
A Rosalía no le gustaban los grupos que se reunían en el saloncito. A veces eran numerosos, como éste. Y cuando eran tantos los interlocutores se generaba un molesto ruido que invadía el espacio de la entrada a la confitería donde estaba habitualmente ella tras el mostrador. “Ya tengo lleno el gallinero” -pensaba Rosalía.
Generalmente los grupos tan grandes daban lugar a varias conversaciones cruzadas. En ocasiones había sorprendido a señoras que hablaban y escuchaban a la vez en el paroxismo del éxtasis, tanta era la necesidad de soltar algo imperiosamente motivada por la novedad de la maledicencia. Rosalía entraba y salía del pequeño salón con una ligera sonrisa en los labios producida por el espectáculo que presenciaba. “Cuánto parloteo y qué poca comunicación” –pensaba.
Prefería con mucho a los tríos y parejas, aunque tampoco ese número era garantía de que hubiera algo más que parloteo. Por eso los clientes que más podían llamarle la atención eran los que entraban y se sentaban sólos en el saloncito. “Ésos, si hablan, tienen que hablar consigo mismos, y no creo que parloteen”.
Como Paquita. Paquita entraba sóla todos los días a última hora de la tarde, una media hora antes de cerrar. Por su aspecto parecía inmigrante y se evidenciaba el tipo de actividad a la que se dedicaba. No era muy alta pero calzaba unos zapatos con un altísimo tacón. Llevaba una exagerada minifalda que le permitía lucir unas piernas muy atractivas y un escote que parecía invitar a asomarse. Su voz y su carácter eran dulces, como contrastando con la agresividad sexual de su atuendo. Ya casi no quedaba nadie en el establecimiento, lo que sin duda debía animarla a entrar. Rosalía la atendía con la misma amabilidad que al resto de los clientes, sin que se la notara forzada ni alterada por ello. Paquita pedía un pastel y un café con leche y se sentaba en un rincón del saloncito, haciendo que los escasos clientes –si alguno había- volvieran sus cabezas muy sorprendidos. Probablemente iniciaba así Paquita, con un momento dulce, su cotidiana actividad al caer el día.
Cada vez que, en otro momento de la tarde, entraba el grupo más numeroso de señoras y la saludaban, una por una, con su sonrisa más abierta, Rosalía no dejaba de pensar qué tipo de lección podrían recibir aquellas señoras para dejar de ser como eran. O tal vez –pensaba- era imposible para ellas el abandono de su acariciada costumbre de hablar mal de los demás. Y si esto es así, y probablemente lo fuera, pensaba qué podría hacerse, cómo podría alguien protegerse de la maledicencia y la calumnia. Acercarse a ellas, servirles su comanda mientras ostentosamente mostraban su falsa amabilidad, se le volvía insufrible a Rosalía. Podría, pese a ello, haber seguido así, hasta acostumbrarse a ser objeto habitual de los comentarios de sus clientas. Después de todo no tenía por qué apreciarlas, sólo atenderlas con su habitual sonrisa. Hasta que un día una idea cruzó por su mente y aunque al principio fue rechazada, finalmente se impuso en lo que sería su decisión al respecto. “Si es imposible cambiar a ese tipo de gente, me niego a seguir siendo su víctima. Les haré ver que no me importa lo que digan de mí, ni bueno ni malo. Y además, ¿qué tiene de malo ir a por Ángel y quedarme con la confitería, si fuera cierto?, ¿qué hay de vergonzoso en algo que se puede hacer sin ofender a nadie, salvo, por lo que parece, a mojigatas como ellas?”.
Ese mismo día, cerca ya de la hora de cierre, entró Paquita como era costumbre. No quedaba ya nadie en el saloncito y cuando Rosalía fue a servirle su habitual pedido, le pidió permiso para sentarse junto a ella y se puso a hablarle quedamente. Cuando terminó, Paquita esbozó una animada sonrisa y rechazó firmemente un billete de banco que Rosalía le ofrecía.
Al día siguiente, cuando el pequeño salón estaba en su apogeo de grupos de señoras, entre ellos el más numeroso, entró una clienta no habitual para la clientela de esas horas. Avanzó Paquita luciendo su pequeño pero espléndido cuerpo, vestido como era habitual en sus horas de actividad nocturna. A su entrada bajó momentáneamente el nivel sonoro de la pequeña sala, lo que fue perfectamente audible para Rosalía tras el mostrador en la sala contigua. Y una vez que tuvo preparados el pastel y el café con leche, Rosalía entró en el saloncito. Sirvió despacio y con especial amabilidad a Paquita y después dejó la bandeja en un asiento y se sentó junto a ella. Hablaron unos instantes hasta que notaron que se hacía un profundo silencio en torno a ellas. Y finalmente se fundieron en un profundo, intenso y prolongado abrazo que terminó con un suave beso en los labios. Rosalía se levantó a continuación y salió para continuar con sus quehaceres, mientras notaba las caras de estupor que la seguían hasta que salió del pequeño salón.
Rosalía quedó paralizada durante un momento. Deseó que nadie más hubiera oído esa frase aislada en medio del murmullo del establecimiento. Siguió atendiendo a clientes que aguardaban delante del mostrador. Y le pareció que algunos la miraban con especial significación. Se puso fuertemente colorada pero consiguió mantenerse en calma como si nada hubiera pasado.
Procedía del grupo de señoras que tomaban café y un pastel en la merienda. Solían reunirse algunos grupos a diferentes horas de la tarde. Aquel era el más numeroso. Cuando más tarde se disgregó, Rosalía escrutaba la voz y el rostro de cada una de ellas al acercarse a pagar su consumición. La última de ellas le dijo:
- Estamos muy contentas de venir aquí y de que tú nos atiendas. La viuda –dijo haciendo un gesto hacia el obrador- era muy desagradable –y marchó con la mejor de sus sonrisas.
A Rosalía no le gustaban los grupos que se reunían en el saloncito. A veces eran numerosos, como éste. Y cuando eran tantos los interlocutores se generaba un molesto ruido que invadía el espacio de la entrada a la confitería donde estaba habitualmente ella tras el mostrador. “Ya tengo lleno el gallinero” -pensaba Rosalía.
Generalmente los grupos tan grandes daban lugar a varias conversaciones cruzadas. En ocasiones había sorprendido a señoras que hablaban y escuchaban a la vez en el paroxismo del éxtasis, tanta era la necesidad de soltar algo imperiosamente motivada por la novedad de la maledicencia. Rosalía entraba y salía del pequeño salón con una ligera sonrisa en los labios producida por el espectáculo que presenciaba. “Cuánto parloteo y qué poca comunicación” –pensaba.
Prefería con mucho a los tríos y parejas, aunque tampoco ese número era garantía de que hubiera algo más que parloteo. Por eso los clientes que más podían llamarle la atención eran los que entraban y se sentaban sólos en el saloncito. “Ésos, si hablan, tienen que hablar consigo mismos, y no creo que parloteen”.
Como Paquita. Paquita entraba sóla todos los días a última hora de la tarde, una media hora antes de cerrar. Por su aspecto parecía inmigrante y se evidenciaba el tipo de actividad a la que se dedicaba. No era muy alta pero calzaba unos zapatos con un altísimo tacón. Llevaba una exagerada minifalda que le permitía lucir unas piernas muy atractivas y un escote que parecía invitar a asomarse. Su voz y su carácter eran dulces, como contrastando con la agresividad sexual de su atuendo. Ya casi no quedaba nadie en el establecimiento, lo que sin duda debía animarla a entrar. Rosalía la atendía con la misma amabilidad que al resto de los clientes, sin que se la notara forzada ni alterada por ello. Paquita pedía un pastel y un café con leche y se sentaba en un rincón del saloncito, haciendo que los escasos clientes –si alguno había- volvieran sus cabezas muy sorprendidos. Probablemente iniciaba así Paquita, con un momento dulce, su cotidiana actividad al caer el día.
Cada vez que, en otro momento de la tarde, entraba el grupo más numeroso de señoras y la saludaban, una por una, con su sonrisa más abierta, Rosalía no dejaba de pensar qué tipo de lección podrían recibir aquellas señoras para dejar de ser como eran. O tal vez –pensaba- era imposible para ellas el abandono de su acariciada costumbre de hablar mal de los demás. Y si esto es así, y probablemente lo fuera, pensaba qué podría hacerse, cómo podría alguien protegerse de la maledicencia y la calumnia. Acercarse a ellas, servirles su comanda mientras ostentosamente mostraban su falsa amabilidad, se le volvía insufrible a Rosalía. Podría, pese a ello, haber seguido así, hasta acostumbrarse a ser objeto habitual de los comentarios de sus clientas. Después de todo no tenía por qué apreciarlas, sólo atenderlas con su habitual sonrisa. Hasta que un día una idea cruzó por su mente y aunque al principio fue rechazada, finalmente se impuso en lo que sería su decisión al respecto. “Si es imposible cambiar a ese tipo de gente, me niego a seguir siendo su víctima. Les haré ver que no me importa lo que digan de mí, ni bueno ni malo. Y además, ¿qué tiene de malo ir a por Ángel y quedarme con la confitería, si fuera cierto?, ¿qué hay de vergonzoso en algo que se puede hacer sin ofender a nadie, salvo, por lo que parece, a mojigatas como ellas?”.
Ese mismo día, cerca ya de la hora de cierre, entró Paquita como era costumbre. No quedaba ya nadie en el saloncito y cuando Rosalía fue a servirle su habitual pedido, le pidió permiso para sentarse junto a ella y se puso a hablarle quedamente. Cuando terminó, Paquita esbozó una animada sonrisa y rechazó firmemente un billete de banco que Rosalía le ofrecía.
Al día siguiente, cuando el pequeño salón estaba en su apogeo de grupos de señoras, entre ellos el más numeroso, entró una clienta no habitual para la clientela de esas horas. Avanzó Paquita luciendo su pequeño pero espléndido cuerpo, vestido como era habitual en sus horas de actividad nocturna. A su entrada bajó momentáneamente el nivel sonoro de la pequeña sala, lo que fue perfectamente audible para Rosalía tras el mostrador en la sala contigua. Y una vez que tuvo preparados el pastel y el café con leche, Rosalía entró en el saloncito. Sirvió despacio y con especial amabilidad a Paquita y después dejó la bandeja en un asiento y se sentó junto a ella. Hablaron unos instantes hasta que notaron que se hacía un profundo silencio en torno a ellas. Y finalmente se fundieron en un profundo, intenso y prolongado abrazo que terminó con un suave beso en los labios. Rosalía se levantó a continuación y salió para continuar con sus quehaceres, mientras notaba las caras de estupor que la seguían hasta que salió del pequeño salón.
lunes, 5 de julio de 2010
Bhartrihari (I)
En el principio fue la creación. Pero aún antes, sé por mis antepasados que existía la Negrura. El Pensamiento no podía alcanzarla, y estaba como sumida en un profundo sueño. Pero después, El Que Existe Por Sí Mismo despejó la Negrura y creó el Universo. Con su pensamiento creó las Aguas, y dejó caer su semen en ellas. Su semen se convirtió en un huevo de oro, y El Que Existe Por Sí Mismo nació en el huevo como Brahma, padre del mundo. Allí habitó un año entero y después lo dividió en dos mitades, que fueron el Cielo y la Tierra, y entre ellos hubo el Espacio Intermedio, los Ocho Puntos Cardinales y la morada eterna de las Aguas. Después produjo el Pensamiento, y del Pensamiento, el Yo. También creó el Alma, las Tres Cualidades: Bondad, Ignorancia y Pasión, y los Cinco Órganos de los sentidos.
De Sí mismo y de tales elementos han nacido todos los seres, junto con sus nombres, acciones y condiciones: los dioses, los hombres, el tiempo, la austeridad, la palabra, el placer, el deseo y la cólera. Para distinguir las acciones, creó Brahma el Mérito y el Demérito, e hizo que todos los seres fuéramos afectados por los pares de los contrarios, como Placer y Dolor. Y para la prosperidad del mundo, hizo surgir a los Sacerdotes, los Guerreros, los Artesanos y los Siervos de su boca, sus brazos, sus muslos y sus pies.
Esto he sabido por mis antepasados y he aprendido cuidadosamente en mi niñez.
La parte más pura del hombre es del ombligo para arriba, y lo más puro de la parte más pura es su boca. Pertenezco a la casta de los brahmanes, y mis antepasados nacieron de la boca del Señor. Por eso, y porque conocemos los Vedas, somos los señores de la Creación.
Aunque las Escrituras no lo consideran correcto, todos los hombres actuamos a impulso del deseo. Yo he decidido dejar aquí constancia de lo mucho que he pecado, por lo mucho que he llegado a desear. Bien es verdad que ya en este mundo he sufrido por ello. Pero dejo a mis descendientes, a quienes va dirigida esta obra, el encargo de juzgar mi vida, y ojalá que ellos la deploren y les sirva de ejemplo de lo que no deben hacer, pues su antepasado no está muy seguro de su arrepentimiento por lo muy feliz que ha llegado a ser. Dos veces he estado a punto de ser arrojado de mi casta, por ateo y menospreciador de la Revelación y la Tradición, pero los buenos oficios de mis parientes lograron impedirlo.
Nací en la ciudad sagrada de Ujjayini, en Malava, y pertenezco al linaje de Vikramaditya. Miel y mantequilla fueron mis primeros alimentos antes aún de que fuera cortado el cordón que me unía a mi madre. Y a los doce días, en un día felizmente auspiciado, mi padre me llamó Bhartrihari, en homenaje a Nuestro Señor Vishnu Preservador. Más adelante, en el tiempo prefijado recibí la tonsura y la iniciación como miembro de los nacidos dos veces. Vestí ropa de lino, la piel de un antílope negro y ceñí un triple cordón hecho de hierbas. Y tras mi segundo nacimiento, hube de observar las normas propias de mi casta y comencé el estudio de los Vedas. Durante varios años alimenté el fuego sagrado, pedí para comer, dormí en el suelo y honré a mi maestro, recibiendo de él las enseñanzas de los Vedas, los Sutras y las Upanishads. Pues desde niño se me ha dicho que no confieren grandeza los años, las canas, la riqueza o el linaje, sino el conocimiento de las Escrituras.
Como un cochero sus caballos, un hombre sabio debe refrenar sus sentidos, que corren salvajes entre atractivos placeres. Pero, pese a haberlo intentado, esa sabiduría se me ha escapado siempre en el último momento, se me ha escurrido de los mismos dedos que sentían los placeres. Así una y otra vez en cada intento. No he sido un buen ejemplo de mi casta y tiemblo por mi existencia futura, que me procurará los dolores que he tratado de rehusar, con mejor o peor éxito, a lo largo de mi vida.
Sé que ofendo a la Revelación y a la Tradición recibidas por mis antepasados, pero siempre he pensado que el deseo está en nuestra naturaleza y no puedo matar el deseo si no quiero dejar de ser hombre. El deseo no se apaga ni aún consumiendo sus objetos. Más aún, se renueva alimentado, por eso sospecho que está en nosotros para que podamos seguir viviendo. Respeto a los ascetas, pero los ascetas que sobreviven con un mínimo deseo lo hacen con la esperanza y el deseo de una inmensa felicidad futura que desconocen. Y así esperando ser más que hombres no viven como hombres. Yo nunca he tenido esa ambición. ¡Que los manes me perdonen!
Todos los días, tras haberme purificado por el baño, vertía agua en honor de los dioses y santos, veneraba sus imágenes y alimentaba con leña el fuego sagrado. Y durante muchos años me abstuve de miel, carne, perfumes, guirnaldas, especias y de la compañía de mujeres. Caminaba descalzo, libre de deseo, ira, codicia, y no me permitía el canto, el baile o tañir instrumentos. Y todos los días debía mendigar mi comida. Arriesgo ser un asno en mi próximo nacimiento, pues en más de una ocasión defendí a mis condiscípulos cuando nuestro maestro censuraba nuestra pobre colecta de comida. Sin embargo creo que peores nacimientos me aguardan, si no acumulo buenas obras en lo que me queda de vida, que compensen aquellas malas.
II
Parecía que mi vida no tenía otro ritmo que el que he expuesto cuando un suceso del que aún hoy me avergüenzo, vino a turbarla. Cerca de mis dieciocho años, entró a formar parte de las mujeres de mi maestro una joven viuda, su cuñada. Confieso que no sólo era la más joven sino también la más bella. Su presencia en los avisos que daba a su marido mientras ejercía de maestro despertaba en algunos de nosotros un vivo interés que ahora explicaré. Tenía unos ojos inmensos de un fondo blanquísimo en el que destacaba el castaño oscuro de su iris. La nariz era resuelta y la boca grande de gruesos labios enseñaba dos hileras de dientes blanquísimos cuando sonreía. No era tan fuerte como las otras esposas y esto, junto al hecho de que era la encargada de hacer todo lo que las demás evitaban, hacía que la viéramos muy a menudo fatigada. Su belleza y su fatiga movía nuestro corazón y nuestros ojos, que la seguían mientras pronunciábamos con ritmo monótono nuestros mantras.
Un día, terminada la recitación, emprendí un paseo por las cercanías de la casa de mi maestro. Y enseguida la vi, junto a un pozo próximo, ocupada en sacar agua. Corrí a ayudarla, disfrazado de deferencia, en lo que yo veía su esfuerzo, y ella, tras un primer momento de extrañeza, me ofreció sonrisa y acatamiento, pues era de una casta inferior. Más de cerca, me conmovió su belleza y la sentí con toda la pasión con que se mueve el corazón de un joven. A partir de aquel día, yo busqué con la osadía del hombre los ojos de la joven esposa de mi maestro, a cada ocasión en que se justificaba su presencia. Y cuando ella notó mi insistencia, respondió con el temor y la dignidad escritos en sus ojos.
Adivinarás que también volví al pozo a la hora en que ella acudía. En las primeras ocasiones Devi, nada más verme, precipitaba su quehacer y se alejaba aún antes de que yo me hubiera acercado. Hasta que al fin se acostumbró a verme y aceptó mi saludo. Pero apenas levantaba sus ojos si no era para mirar a hurtadillas a los alrededores, por miedo a que la vieran las otras esposas. No sería pequeño el motivo de culpa atribuido ante su nuevo esposo. Dice la ley que el discípulo saludará a la esposa de su maestro abrazándole sus pies, pero que se abstendrá de hacerlo si es joven. Quise intentarlo en alguna ocasión pero fue inútil. Yo me acercaba, observaba a cierta distancia el cubo y sus manos. Y robaba ávidamente sus miradas, al principio escasas.
Pero poco a poco su soledad, su aislamiento, su nueva y extraña situación hicieron que empezara a ver en mí el único apoyo cálido que tenía. Y permitió a sus ojos descansar en este pobre estudiante más largamente, sin desaparecer del todo su natural recelo. Yo, viendo que al fin eran correspondidas mis miradas, me llené de alegría y ya nunca falté a la cita del pozo.
III
De modo que tras mis abluciones y deberes sagrados antes del crepúsculo comencé a compartir el fin del día con Devi, primero en silencio, después con aislados comentarios sobre su trabajo y mi guru. Tras los cuidados iniciales pronto se abandonó a mis palabras y yo pude inquirir todo de mi acompañante: de dónde procedía, cuál era su origen, cómo había llegado a casarse una vaishya con un brahmán. Su joven marido, el menor de los hermanos de mi maestro, se había apasionado hasta tal punto que había olvidado su casta y la había desposado, pese a las protestas de sus padres y hermanos. Los padres de Devi, halagados con tal reconocimiento, rompieron un compromiso anterior y la ofrecieron con una buena dote. Ella, obediente a sus padres y consintiendo en que no podría haber mejor casamiento en el futuro, había aceptado. Su vida en común había sido suave, mecida por el amor de su esposo, sin llegar a igualarlo en su pasión.
Pero su muerte tras una rápida enfermedad fue vista como un castigo por la familia, y la joven viuda pasó a depender, como la tercera esposa, del hermano mayor. Así lo establecía la ley. Mucho más joven que ellas y de inferior casta, fue tratada como la hija única y tardía que debía ocuparse de todas las labores de la casa, ya que en la familia de mi maestro no había habido nunca descendencia.
Todo esto me contaba con su voz suave, acompañada de breves y lentos gestos de sus manos. Y mis ojos no sabían dónde detenerse más tiempo, si en las manos que escribían su relato, en su boca de blanquísimos dientes, o en sus ojos grandes, rasgados hacia atrás con la forma del loto. Ella hablada ganada ya la primera confianza, fingiendo ignorar mi rostro embelesado o pensando quizá que era conveniente ignorarlo.
Así conocí otro mundo que el que me había dibujado mi maestro, el mundo de las mujeres, indigno para un hombre. Y supe entonces la fortuna que me había correspondido naciendo brahmán. Nada envidié o deseé de todo lo relatado por Devi, salvo a ella misma, que más dentro se acercaba a mi corazón, absorbida por mis sentidos.
Yo escuchaba en la luz vespertina sus palabras dulces y me preguntaba por el sabor de su boca, que a pesar de la distancia que guardaba, despedía hasta mí el olor dulce de las semillas de cardamomo. Volvíamos por caminos distintos a la casa del maestro y yo comenzaba mi sueño con ella en mi pensamiento. Y después, con la efusión de mi semen, ¡cuántas veces desperté al amanecer temiendo haber roto mi voto! Dudaba si en mi sueño había consentido, y angustiado volvía a mis recitaciones tras haberme lavado, deseoso de no haber posado nunca mis ojos en ella.
IV
Tan dulce se volvió nuestra costumbre que ni un sólo día faltábamos a nuestra cita. Hasta que poco a poco la languidez de nuestros gestos y la intensidad de nuestras miradas al despedirnos hizo patente el sentimiento mutuo que había ido naciendo entre nosotros. Advertí con júbilo que Devi comenzaba a devolver mis gestos con la misma afección con que yo le enviaba los míos. Finalmente ella escuchó un día con sus ojos bajos y un intenso oscurecimiento de su piel el río de emoción de mis palabras, confesándole mi devoción por ella. No hubo gestos, ni siquiera una leve aproximación. Hablé detalladamente de cómo se curvaban sus pómulos hasta la barbilla, cómo iluminaban sus ojos el atardecer y cómo brillaban sus dientes a cada sonrisa.
Ella escuchaba en silencio como si fuera la primera vez que oía aquellas palabras. Dejé de hablar y ella súbitamente se volvió y marchó apresuradamente. Pero volvió al día siguiente y al otro, en que ya no oculté mi sentimiento. Ella escuchaba siempre en silencio, sin la primera turbación con que había reaccionado a mis palabras, pero parecía deleitarse con ellas, saborearlas como si recibiera su primer alimento en el día. Y a la vez se instaló en nosotros la culpa y el temor a ser descubiertos por alguna de las esposas o por alguno de mis condiscípulos.
Comencé a pensar cómo podríamos librarnos del temor a ser descubiertos. Hasta que recordé la existencia de una pequeña choza a la orilla de un pequeño río próximo. Nadie parecía hacer uso de ella y aunque no tenía buen aspecto se mantenía en pie con su techumbre de fibras trenzadas. Tal vez había sido el refugio de un pescador habitual, ahora abandonado. Cuando le mostré a Devi la posibilidad de reunirnos en la pequeña choza del río, reaccionó instintivamente en contra pero después quedó pensativa. Suponía dar un paso inequívoco en la dirección que tomaban nuestros encuentros y eso la asustaba, pues ya no habría vuelta atrás ni ante sí misma ni ante la familia del maestro y sus discípulos. Pues si podían dar lugar a habladurías nuestros encuentros junto al pozo, sorprendernos en la choza junto al río suponía ya la confirmación del pecado. Pero esto último parecía improbable y era conveniente que no surgiera rumor alguno acerca de la joven esposa y el discípulo.
Quedó pensativa y no respondió a mi sugerencia, ni esa tarde ni las dos siguientes. Pero al fin decidió no renunciar a verme, lo que sentía irremediable, y aceptó que nos encontráramos a la misma hora en la choza del río.
En nuestros primeros encuentros guardábamos la misma compostura que junto al pozo, aunque nos permitíamos sentarnos en el suelo arenoso e incluso reirnos con toda libertad cuando comentábamos ciertos incidentes del día. Era un lugar solitario, pero a veces llegaba hasta la cabaña el eco lejano de cánticos y recitaciones procedentes de un templo en las inmediaciones de la otra orilla.
Yo llegaba primero y esperaba dentro sentado. Ella acudía después y tras dejar la jarra con agua a un lado en el suelo, pues venía del pozo, se sentaba frente a mí. Y así seguíamos con nuestras charlas como si no hubiéramos cambiado de lugar de encuentro.
V
Se acercaba ya el final de la estación seca. Las primeras lluvias nos confirmaron en lo apropiado de nuestra decisión de acogernos a la seguridad de nuestra choza. El agua caía monótona, con un ruido sordo producido al caer sobre tierra. Debíamos levantar la voz, seguros aún así de que nadie podría escucharnos. Y nuestra confianza hacía que aún fueran más sonoras nuestras risas. Lo que yo provocaba con gusto, deseoso de contemplar los bellísimos dientes de mi amada. Y no era difícil, ya que yo tenía la labia propia de un estudiante brahmán ante la expresión de Devi, ávida de unos saberes prohibidos a las mujeres y más aún a las de casta inferior.
Yo recitaba himnos del Saber Versificado en honor de Mitrá y Váruna, de Agní, del divino Soma. Pero donde Devi se mostraba más interesada era en el Saber de los Atharvan. Los conjuros la fascinaban: bien le infundían temor, aquellos que buscaban el mal, el daño a los enemigos, bien la hacían sonreir cuando el deseo no era otro que la búsqueda de un pretendiente para alguna soltera cansada de serlo.
Devi me hacía inumerables preguntas, quería saberlo todo, era como una esponja ansiosa de empaparse con mis palabras. Y yo satisfacía su curiosidad con la vanidad de quien ya se consideraba un maestro, ante discípulo tan ávido de saber.
En una de esas tardes en que el tiempo transcurría tan grato para su atención y mis palabras, cesó repentinamente de llover y las nubes dejaron llegar sobre nuestra choza un rayo de luz que la iluminó como hasta entonces nunca la habíamos visto. Cesaron también mis palabras, en un silencio empujado por otro silencio. Una paz repentina inundó la choza, acompañada por el fuerte olor que desprendía la tierra. En ese momento comenzó a llegar hasta nosotros el sonido de una melodía procedente del templo próximo.
Ambos, con los ojos fijos en el suelo, escuchábamos aquella música lejana, aspirando el fuerte olor que impregnaba el aire y bañados por los tonos amarillentos que inundaban nuestra choza y hacían que su cabello brillara con matices jamás vistos hasta entonces. Ambos a la vez levantamos nuestros ojos y nos miramos largamente. Devi se me aparecía como en la representación mural de una diosa. Me sonreía como hasta entonces nunca había hecho, y así continuó durante un tiempo, como segura de un paso que iba a dar de forma inminente, mientras yo también sonreía con expresión de extrañeza inquisitiva.
Lentamente, muy lentamente, como si se dispusiera a ejecutar una danza, Devi comenzó a desprenderse de su sari. Una vez que se lo hubo quitado, lo extendió sobre el suelo de la choza, se reclinó echada sobre él y me extendió su mano.
Debo decir que todo lo que siguió a ese gesto constituye el hecho más importante de mi vida. Pues el poso dulce que dejó en mi alma ha sido la causa de una lucha dura y terrible que ha permanecido hasta el momento en que escribo mi historia. Todo lo que siguió a ese acto: mis viajes, mi vida intelectual y sus ideas, mi placer y mi dolor, fue impulsado o alterado por él.
VI
Devi sonrió al ver mi expresión atenta a cada uno de los pasos que ella acababa de seguir. Su mano continuó ofrecida mientras yo, finalmente, acerqué la mía levantándome y acudiendo a su lado.
Yo era muy joven aunque Devi todavía lo fuera. Pero ella sabía mucho que yo ignoraba. Y así en esta ocasión yo fui su discípulo y ella mi maestra. Renuncio a describiros la infinidad de pequeños actos que siguieron, todos como debidos a un designio secreto y misterioso. Actos detallados, lentos, repasados, llevados a cabo con una destreza sorprendente, en los que Devi parecía mostrar un conocimiento gustoso de encontrar aplicación en mi caso.
Tiempo después, en mi vida de corte, supe el origen de su ciencia, en la que las mujeres de su familia habían sido expertas y se cuidaban de transmitir. Así he asociado siempre el monzón fecundador a mi actividad en aquellos días, en los que me inicié como hombre antes aún de nacer nuevamente como brahmán.
Comprenderás, futuro lector de mi vida azarosa, si has llegado hasta aquí y continúas, que el joven estudiante de los Vedas no dejó de acudir ni un sólo día a la cita de la tarde. Prueba de nuestra juventud fue que ninguno de los dos oscurecimos nuestros encuentros con la nube del arrepentimiento. Sin duda sabíamos que donde habíamos llegado estaba el pecado y la peor ignominia. Pero éramos dos jóvenes que se habían dejado llevar por su deseo y la vida aún no nos había enseñado la dureza de los castigos merecidos.
No hubo vuelta atrás ni un atisbo de arrepentimiento. Devi parecía feliz encontrándose con este hombre joven que jamás la censuraba, que nunca le encargaba pesados trabajos, sino al contrario: aprendía de su saber reciente, de su palabra fogosa, y se sentía feliz por hallar al fin a un hombre rendido ante ella.
Todas las tardes seguíamos los mismos pasos. Yo llegaba antes y muy poco después Devi apartaba la pequeña portezuela de la choza. Nos mirábamos sonrientes y comenzábamos nuestra charla por las anécdotas del día, los menudos sucesos ocurridos en mis clases, los problemas habidos entre el maestro y los discípulos.Puesto que Devi nos conocía a todos, reía muchas veces al oirme contar los apuros que pasaban algunos de ellos que, siendo torpes como eran, hallaban gusto ocasionalmente en humillar a la última y joven esposa del maestro, omitiendo los actos de respeto y el acatamiento que le debían. Ella también me daba cuenta de las difíciles relaciones que mantenía a diario con las otras dos esposas, y no la risa, sino el coraje, provocaban en mí sus palabras, que me abrumaban con el peso del desprecio que Devi sufría y la humillación que ella sentía en su nueva familia.
Su relato, celestes dioses y tú, divino Deseo, hacía que fuera yo siempre quien tendía su mano el primero. Devi callaba y unía la mía a la suya. Y así nuevamente, en cada crepúsculo, iniciábamos el mismo rito en una ceremonia lenta y detallada en la que mi amante desempeñaba la función de varios sacerdotes: ejecutaba el sacrificio, murmuraba palabras y sonidos que yo apenas percibía, y al mismo tiempo vigilaba para que no hubiera defecto alguno en nuestros actos.
Así discurrieron todas las formas de la luna que veíamos al salir juntos de la choza, para inmediatamente separarnos y volver por caminos diferentes a nuestra casa común. Y un día en que nuestro furor igualaba al de la lluvia que caía, se abrió la portezuela de la choza y en el pobre marco de luz se dibujó la figura de la segunda esposa.
De Sí mismo y de tales elementos han nacido todos los seres, junto con sus nombres, acciones y condiciones: los dioses, los hombres, el tiempo, la austeridad, la palabra, el placer, el deseo y la cólera. Para distinguir las acciones, creó Brahma el Mérito y el Demérito, e hizo que todos los seres fuéramos afectados por los pares de los contrarios, como Placer y Dolor. Y para la prosperidad del mundo, hizo surgir a los Sacerdotes, los Guerreros, los Artesanos y los Siervos de su boca, sus brazos, sus muslos y sus pies.
Esto he sabido por mis antepasados y he aprendido cuidadosamente en mi niñez.
La parte más pura del hombre es del ombligo para arriba, y lo más puro de la parte más pura es su boca. Pertenezco a la casta de los brahmanes, y mis antepasados nacieron de la boca del Señor. Por eso, y porque conocemos los Vedas, somos los señores de la Creación.
Aunque las Escrituras no lo consideran correcto, todos los hombres actuamos a impulso del deseo. Yo he decidido dejar aquí constancia de lo mucho que he pecado, por lo mucho que he llegado a desear. Bien es verdad que ya en este mundo he sufrido por ello. Pero dejo a mis descendientes, a quienes va dirigida esta obra, el encargo de juzgar mi vida, y ojalá que ellos la deploren y les sirva de ejemplo de lo que no deben hacer, pues su antepasado no está muy seguro de su arrepentimiento por lo muy feliz que ha llegado a ser. Dos veces he estado a punto de ser arrojado de mi casta, por ateo y menospreciador de la Revelación y la Tradición, pero los buenos oficios de mis parientes lograron impedirlo.
Nací en la ciudad sagrada de Ujjayini, en Malava, y pertenezco al linaje de Vikramaditya. Miel y mantequilla fueron mis primeros alimentos antes aún de que fuera cortado el cordón que me unía a mi madre. Y a los doce días, en un día felizmente auspiciado, mi padre me llamó Bhartrihari, en homenaje a Nuestro Señor Vishnu Preservador. Más adelante, en el tiempo prefijado recibí la tonsura y la iniciación como miembro de los nacidos dos veces. Vestí ropa de lino, la piel de un antílope negro y ceñí un triple cordón hecho de hierbas. Y tras mi segundo nacimiento, hube de observar las normas propias de mi casta y comencé el estudio de los Vedas. Durante varios años alimenté el fuego sagrado, pedí para comer, dormí en el suelo y honré a mi maestro, recibiendo de él las enseñanzas de los Vedas, los Sutras y las Upanishads. Pues desde niño se me ha dicho que no confieren grandeza los años, las canas, la riqueza o el linaje, sino el conocimiento de las Escrituras.
Como un cochero sus caballos, un hombre sabio debe refrenar sus sentidos, que corren salvajes entre atractivos placeres. Pero, pese a haberlo intentado, esa sabiduría se me ha escapado siempre en el último momento, se me ha escurrido de los mismos dedos que sentían los placeres. Así una y otra vez en cada intento. No he sido un buen ejemplo de mi casta y tiemblo por mi existencia futura, que me procurará los dolores que he tratado de rehusar, con mejor o peor éxito, a lo largo de mi vida.
Sé que ofendo a la Revelación y a la Tradición recibidas por mis antepasados, pero siempre he pensado que el deseo está en nuestra naturaleza y no puedo matar el deseo si no quiero dejar de ser hombre. El deseo no se apaga ni aún consumiendo sus objetos. Más aún, se renueva alimentado, por eso sospecho que está en nosotros para que podamos seguir viviendo. Respeto a los ascetas, pero los ascetas que sobreviven con un mínimo deseo lo hacen con la esperanza y el deseo de una inmensa felicidad futura que desconocen. Y así esperando ser más que hombres no viven como hombres. Yo nunca he tenido esa ambición. ¡Que los manes me perdonen!
Todos los días, tras haberme purificado por el baño, vertía agua en honor de los dioses y santos, veneraba sus imágenes y alimentaba con leña el fuego sagrado. Y durante muchos años me abstuve de miel, carne, perfumes, guirnaldas, especias y de la compañía de mujeres. Caminaba descalzo, libre de deseo, ira, codicia, y no me permitía el canto, el baile o tañir instrumentos. Y todos los días debía mendigar mi comida. Arriesgo ser un asno en mi próximo nacimiento, pues en más de una ocasión defendí a mis condiscípulos cuando nuestro maestro censuraba nuestra pobre colecta de comida. Sin embargo creo que peores nacimientos me aguardan, si no acumulo buenas obras en lo que me queda de vida, que compensen aquellas malas.
II
Parecía que mi vida no tenía otro ritmo que el que he expuesto cuando un suceso del que aún hoy me avergüenzo, vino a turbarla. Cerca de mis dieciocho años, entró a formar parte de las mujeres de mi maestro una joven viuda, su cuñada. Confieso que no sólo era la más joven sino también la más bella. Su presencia en los avisos que daba a su marido mientras ejercía de maestro despertaba en algunos de nosotros un vivo interés que ahora explicaré. Tenía unos ojos inmensos de un fondo blanquísimo en el que destacaba el castaño oscuro de su iris. La nariz era resuelta y la boca grande de gruesos labios enseñaba dos hileras de dientes blanquísimos cuando sonreía. No era tan fuerte como las otras esposas y esto, junto al hecho de que era la encargada de hacer todo lo que las demás evitaban, hacía que la viéramos muy a menudo fatigada. Su belleza y su fatiga movía nuestro corazón y nuestros ojos, que la seguían mientras pronunciábamos con ritmo monótono nuestros mantras.
Un día, terminada la recitación, emprendí un paseo por las cercanías de la casa de mi maestro. Y enseguida la vi, junto a un pozo próximo, ocupada en sacar agua. Corrí a ayudarla, disfrazado de deferencia, en lo que yo veía su esfuerzo, y ella, tras un primer momento de extrañeza, me ofreció sonrisa y acatamiento, pues era de una casta inferior. Más de cerca, me conmovió su belleza y la sentí con toda la pasión con que se mueve el corazón de un joven. A partir de aquel día, yo busqué con la osadía del hombre los ojos de la joven esposa de mi maestro, a cada ocasión en que se justificaba su presencia. Y cuando ella notó mi insistencia, respondió con el temor y la dignidad escritos en sus ojos.
Adivinarás que también volví al pozo a la hora en que ella acudía. En las primeras ocasiones Devi, nada más verme, precipitaba su quehacer y se alejaba aún antes de que yo me hubiera acercado. Hasta que al fin se acostumbró a verme y aceptó mi saludo. Pero apenas levantaba sus ojos si no era para mirar a hurtadillas a los alrededores, por miedo a que la vieran las otras esposas. No sería pequeño el motivo de culpa atribuido ante su nuevo esposo. Dice la ley que el discípulo saludará a la esposa de su maestro abrazándole sus pies, pero que se abstendrá de hacerlo si es joven. Quise intentarlo en alguna ocasión pero fue inútil. Yo me acercaba, observaba a cierta distancia el cubo y sus manos. Y robaba ávidamente sus miradas, al principio escasas.
Pero poco a poco su soledad, su aislamiento, su nueva y extraña situación hicieron que empezara a ver en mí el único apoyo cálido que tenía. Y permitió a sus ojos descansar en este pobre estudiante más largamente, sin desaparecer del todo su natural recelo. Yo, viendo que al fin eran correspondidas mis miradas, me llené de alegría y ya nunca falté a la cita del pozo.
III
De modo que tras mis abluciones y deberes sagrados antes del crepúsculo comencé a compartir el fin del día con Devi, primero en silencio, después con aislados comentarios sobre su trabajo y mi guru. Tras los cuidados iniciales pronto se abandonó a mis palabras y yo pude inquirir todo de mi acompañante: de dónde procedía, cuál era su origen, cómo había llegado a casarse una vaishya con un brahmán. Su joven marido, el menor de los hermanos de mi maestro, se había apasionado hasta tal punto que había olvidado su casta y la había desposado, pese a las protestas de sus padres y hermanos. Los padres de Devi, halagados con tal reconocimiento, rompieron un compromiso anterior y la ofrecieron con una buena dote. Ella, obediente a sus padres y consintiendo en que no podría haber mejor casamiento en el futuro, había aceptado. Su vida en común había sido suave, mecida por el amor de su esposo, sin llegar a igualarlo en su pasión.
Pero su muerte tras una rápida enfermedad fue vista como un castigo por la familia, y la joven viuda pasó a depender, como la tercera esposa, del hermano mayor. Así lo establecía la ley. Mucho más joven que ellas y de inferior casta, fue tratada como la hija única y tardía que debía ocuparse de todas las labores de la casa, ya que en la familia de mi maestro no había habido nunca descendencia.
Todo esto me contaba con su voz suave, acompañada de breves y lentos gestos de sus manos. Y mis ojos no sabían dónde detenerse más tiempo, si en las manos que escribían su relato, en su boca de blanquísimos dientes, o en sus ojos grandes, rasgados hacia atrás con la forma del loto. Ella hablada ganada ya la primera confianza, fingiendo ignorar mi rostro embelesado o pensando quizá que era conveniente ignorarlo.
Así conocí otro mundo que el que me había dibujado mi maestro, el mundo de las mujeres, indigno para un hombre. Y supe entonces la fortuna que me había correspondido naciendo brahmán. Nada envidié o deseé de todo lo relatado por Devi, salvo a ella misma, que más dentro se acercaba a mi corazón, absorbida por mis sentidos.
Yo escuchaba en la luz vespertina sus palabras dulces y me preguntaba por el sabor de su boca, que a pesar de la distancia que guardaba, despedía hasta mí el olor dulce de las semillas de cardamomo. Volvíamos por caminos distintos a la casa del maestro y yo comenzaba mi sueño con ella en mi pensamiento. Y después, con la efusión de mi semen, ¡cuántas veces desperté al amanecer temiendo haber roto mi voto! Dudaba si en mi sueño había consentido, y angustiado volvía a mis recitaciones tras haberme lavado, deseoso de no haber posado nunca mis ojos en ella.
IV
Tan dulce se volvió nuestra costumbre que ni un sólo día faltábamos a nuestra cita. Hasta que poco a poco la languidez de nuestros gestos y la intensidad de nuestras miradas al despedirnos hizo patente el sentimiento mutuo que había ido naciendo entre nosotros. Advertí con júbilo que Devi comenzaba a devolver mis gestos con la misma afección con que yo le enviaba los míos. Finalmente ella escuchó un día con sus ojos bajos y un intenso oscurecimiento de su piel el río de emoción de mis palabras, confesándole mi devoción por ella. No hubo gestos, ni siquiera una leve aproximación. Hablé detalladamente de cómo se curvaban sus pómulos hasta la barbilla, cómo iluminaban sus ojos el atardecer y cómo brillaban sus dientes a cada sonrisa.
Ella escuchaba en silencio como si fuera la primera vez que oía aquellas palabras. Dejé de hablar y ella súbitamente se volvió y marchó apresuradamente. Pero volvió al día siguiente y al otro, en que ya no oculté mi sentimiento. Ella escuchaba siempre en silencio, sin la primera turbación con que había reaccionado a mis palabras, pero parecía deleitarse con ellas, saborearlas como si recibiera su primer alimento en el día. Y a la vez se instaló en nosotros la culpa y el temor a ser descubiertos por alguna de las esposas o por alguno de mis condiscípulos.
Comencé a pensar cómo podríamos librarnos del temor a ser descubiertos. Hasta que recordé la existencia de una pequeña choza a la orilla de un pequeño río próximo. Nadie parecía hacer uso de ella y aunque no tenía buen aspecto se mantenía en pie con su techumbre de fibras trenzadas. Tal vez había sido el refugio de un pescador habitual, ahora abandonado. Cuando le mostré a Devi la posibilidad de reunirnos en la pequeña choza del río, reaccionó instintivamente en contra pero después quedó pensativa. Suponía dar un paso inequívoco en la dirección que tomaban nuestros encuentros y eso la asustaba, pues ya no habría vuelta atrás ni ante sí misma ni ante la familia del maestro y sus discípulos. Pues si podían dar lugar a habladurías nuestros encuentros junto al pozo, sorprendernos en la choza junto al río suponía ya la confirmación del pecado. Pero esto último parecía improbable y era conveniente que no surgiera rumor alguno acerca de la joven esposa y el discípulo.
Quedó pensativa y no respondió a mi sugerencia, ni esa tarde ni las dos siguientes. Pero al fin decidió no renunciar a verme, lo que sentía irremediable, y aceptó que nos encontráramos a la misma hora en la choza del río.
En nuestros primeros encuentros guardábamos la misma compostura que junto al pozo, aunque nos permitíamos sentarnos en el suelo arenoso e incluso reirnos con toda libertad cuando comentábamos ciertos incidentes del día. Era un lugar solitario, pero a veces llegaba hasta la cabaña el eco lejano de cánticos y recitaciones procedentes de un templo en las inmediaciones de la otra orilla.
Yo llegaba primero y esperaba dentro sentado. Ella acudía después y tras dejar la jarra con agua a un lado en el suelo, pues venía del pozo, se sentaba frente a mí. Y así seguíamos con nuestras charlas como si no hubiéramos cambiado de lugar de encuentro.
V
Se acercaba ya el final de la estación seca. Las primeras lluvias nos confirmaron en lo apropiado de nuestra decisión de acogernos a la seguridad de nuestra choza. El agua caía monótona, con un ruido sordo producido al caer sobre tierra. Debíamos levantar la voz, seguros aún así de que nadie podría escucharnos. Y nuestra confianza hacía que aún fueran más sonoras nuestras risas. Lo que yo provocaba con gusto, deseoso de contemplar los bellísimos dientes de mi amada. Y no era difícil, ya que yo tenía la labia propia de un estudiante brahmán ante la expresión de Devi, ávida de unos saberes prohibidos a las mujeres y más aún a las de casta inferior.
Yo recitaba himnos del Saber Versificado en honor de Mitrá y Váruna, de Agní, del divino Soma. Pero donde Devi se mostraba más interesada era en el Saber de los Atharvan. Los conjuros la fascinaban: bien le infundían temor, aquellos que buscaban el mal, el daño a los enemigos, bien la hacían sonreir cuando el deseo no era otro que la búsqueda de un pretendiente para alguna soltera cansada de serlo.
Devi me hacía inumerables preguntas, quería saberlo todo, era como una esponja ansiosa de empaparse con mis palabras. Y yo satisfacía su curiosidad con la vanidad de quien ya se consideraba un maestro, ante discípulo tan ávido de saber.
En una de esas tardes en que el tiempo transcurría tan grato para su atención y mis palabras, cesó repentinamente de llover y las nubes dejaron llegar sobre nuestra choza un rayo de luz que la iluminó como hasta entonces nunca la habíamos visto. Cesaron también mis palabras, en un silencio empujado por otro silencio. Una paz repentina inundó la choza, acompañada por el fuerte olor que desprendía la tierra. En ese momento comenzó a llegar hasta nosotros el sonido de una melodía procedente del templo próximo.
Ambos, con los ojos fijos en el suelo, escuchábamos aquella música lejana, aspirando el fuerte olor que impregnaba el aire y bañados por los tonos amarillentos que inundaban nuestra choza y hacían que su cabello brillara con matices jamás vistos hasta entonces. Ambos a la vez levantamos nuestros ojos y nos miramos largamente. Devi se me aparecía como en la representación mural de una diosa. Me sonreía como hasta entonces nunca había hecho, y así continuó durante un tiempo, como segura de un paso que iba a dar de forma inminente, mientras yo también sonreía con expresión de extrañeza inquisitiva.
Lentamente, muy lentamente, como si se dispusiera a ejecutar una danza, Devi comenzó a desprenderse de su sari. Una vez que se lo hubo quitado, lo extendió sobre el suelo de la choza, se reclinó echada sobre él y me extendió su mano.
Debo decir que todo lo que siguió a ese gesto constituye el hecho más importante de mi vida. Pues el poso dulce que dejó en mi alma ha sido la causa de una lucha dura y terrible que ha permanecido hasta el momento en que escribo mi historia. Todo lo que siguió a ese acto: mis viajes, mi vida intelectual y sus ideas, mi placer y mi dolor, fue impulsado o alterado por él.
VI
Devi sonrió al ver mi expresión atenta a cada uno de los pasos que ella acababa de seguir. Su mano continuó ofrecida mientras yo, finalmente, acerqué la mía levantándome y acudiendo a su lado.
Yo era muy joven aunque Devi todavía lo fuera. Pero ella sabía mucho que yo ignoraba. Y así en esta ocasión yo fui su discípulo y ella mi maestra. Renuncio a describiros la infinidad de pequeños actos que siguieron, todos como debidos a un designio secreto y misterioso. Actos detallados, lentos, repasados, llevados a cabo con una destreza sorprendente, en los que Devi parecía mostrar un conocimiento gustoso de encontrar aplicación en mi caso.
Tiempo después, en mi vida de corte, supe el origen de su ciencia, en la que las mujeres de su familia habían sido expertas y se cuidaban de transmitir. Así he asociado siempre el monzón fecundador a mi actividad en aquellos días, en los que me inicié como hombre antes aún de nacer nuevamente como brahmán.
Comprenderás, futuro lector de mi vida azarosa, si has llegado hasta aquí y continúas, que el joven estudiante de los Vedas no dejó de acudir ni un sólo día a la cita de la tarde. Prueba de nuestra juventud fue que ninguno de los dos oscurecimos nuestros encuentros con la nube del arrepentimiento. Sin duda sabíamos que donde habíamos llegado estaba el pecado y la peor ignominia. Pero éramos dos jóvenes que se habían dejado llevar por su deseo y la vida aún no nos había enseñado la dureza de los castigos merecidos.
No hubo vuelta atrás ni un atisbo de arrepentimiento. Devi parecía feliz encontrándose con este hombre joven que jamás la censuraba, que nunca le encargaba pesados trabajos, sino al contrario: aprendía de su saber reciente, de su palabra fogosa, y se sentía feliz por hallar al fin a un hombre rendido ante ella.
Todas las tardes seguíamos los mismos pasos. Yo llegaba antes y muy poco después Devi apartaba la pequeña portezuela de la choza. Nos mirábamos sonrientes y comenzábamos nuestra charla por las anécdotas del día, los menudos sucesos ocurridos en mis clases, los problemas habidos entre el maestro y los discípulos.Puesto que Devi nos conocía a todos, reía muchas veces al oirme contar los apuros que pasaban algunos de ellos que, siendo torpes como eran, hallaban gusto ocasionalmente en humillar a la última y joven esposa del maestro, omitiendo los actos de respeto y el acatamiento que le debían. Ella también me daba cuenta de las difíciles relaciones que mantenía a diario con las otras dos esposas, y no la risa, sino el coraje, provocaban en mí sus palabras, que me abrumaban con el peso del desprecio que Devi sufría y la humillación que ella sentía en su nueva familia.
Su relato, celestes dioses y tú, divino Deseo, hacía que fuera yo siempre quien tendía su mano el primero. Devi callaba y unía la mía a la suya. Y así nuevamente, en cada crepúsculo, iniciábamos el mismo rito en una ceremonia lenta y detallada en la que mi amante desempeñaba la función de varios sacerdotes: ejecutaba el sacrificio, murmuraba palabras y sonidos que yo apenas percibía, y al mismo tiempo vigilaba para que no hubiera defecto alguno en nuestros actos.
Así discurrieron todas las formas de la luna que veíamos al salir juntos de la choza, para inmediatamente separarnos y volver por caminos diferentes a nuestra casa común. Y un día en que nuestro furor igualaba al de la lluvia que caía, se abrió la portezuela de la choza y en el pobre marco de luz se dibujó la figura de la segunda esposa.
Rosalía se levantó de la cama (I)
Rosalía se levantó de la cama. Llevaba despierta desde las seis. Era lo común, dormir menos de lo que se dice necesario. No solía dormirse antes de la medianoche. Así venía ocurriéndole desde hacía años. Pero antes, cuando estaba casada, aún dormía menos, aunque se quedaba adormilada durante buena parte del día.
Se dirigió al baño y se miró al espejo. “Me gusto” -pensó. “Me gusto mucho y mucho más desde que dejé al imbécil”. Tenía unas leves ojeras, el rostro muy blanco y el cabello largo y negro, como sus ojos. En verano solía dormir con una camiseta y un tanga, el mismo tipo de bragas que usaba habitualmente. Se quitó ambas prendas y entró en la ducha. Al enjabonarse sus pechos y sexo sintió una leve voluptuosidad pero no quiso profundizar en ella.
Salió del baño y se dirigió a la cocina. Siempre se acordaba del imbécil cuando se disponía a desayunar. Recordaba su prolija disposición de platos, tazas, vasos, tarros, jarras, en la que empleaba buena parte de tiempo antes de avisarla, pues a ella no le estaba permitido entrar en la cocina hasta ese momento. Y el ritual de las tostadas, del aceite, de la mermelada, del café que sólo él podía hacer... Qué profundo tedio le causaban todos esos preparativos cuando, hambrienta, esperaba en la habitación poder desayunar de una vez.
Entró felizmente sola a la cocina y preparó al azar su desayuno, como solía hacer, alterando siempre el orden de sus movimientos. Primero el té, al que se había cambiado, luego las tostadas, el azúcar, el zumo, o justo al revés, y comprobaba alegre que siempre se le olvidaba llevar algo a la mesa, o le caía el azucarero sobre el mantel. Desayunaba despacio y al acabar bostezaba ruidosamente varias veces. “Qué felicidad, no tengo al imbécil mirándome con disgusto”.
Antes de vestirse se untaba y acariciaba todo el cuerpo con crema. Se masajeaba suavemente, sin dejar rincón alguno. Se ponía su ropa interior, todos los días diferente, exquisita, bella, pues sentía devoción por su ropa interior. Luego, en la confitería se ponía su bata cruzada sobre su ropa íntima, pues siempre hacía mucho calor debido al obrador que se encontraba muy próximo.
Abrió la confitería al público. Dentro ya se encontraba Ángel, el dueño, trabajando y estaba ya dispuesta una bandeja de pasteles en la ventana que comunicaba con el mostrador. Ángel había quedado viudo recientemente y se vio en la urgente necesidad de tener a alguien en el mostrador para atender al público. De este modo había entrado Rosalía a trabajar en su establecimiento.
- Buenos días –gritó por encima del ruido de una batidora.
- Buenos días –asomó la cara de Ángel con algunas manchas de harina.
Se dirigió a un pequeño cuarto al lado de los aseos y allí dejó su ropa y se puso la bata con la que atendía al público, no sin dirigir antes una mirada de satisfacción a su cuerpo y su ropa interior.
Casi inmediatamente comenzó a entrar gente. Muchos, sobre todo mayores jubilados y amas de casa, entraban a esa hora para llevarse los magníficos croissants que hacía Ángel y desayunarlos en casa. Otros entraban al pequeño saloncito y allí encargaban a Rosalía su desayuno. La confitería disponía de ese pequeño salón al que se accedía por una puerta de hojas batientes.
El lunes era como si recomenzara el ciclo vital del establecimiento tras la alteración tumultuosa del domingo, con familias enteras que acudían a comprar los pasteles para el postre de la comida o la merienda. El resto de la semana la confitería adquiría su tempo, su tono de normalidad que Rosalía saboreaba intensamente.
A la hora acostumbrada entró en la confitería Carlos, con su habitual aspecto. Casi podía decirse de él que era un mendigo, si no fuera por el aseo y limpieza que los mendigos no suelen presentar. Vestía ropa muy gastada aunque parecía haber sido de calidad en su momento, quizá obtenida en un albergue para pobres. Era un hombre afable y tranquilo, algo tímido y siempre como avergonzado de estar en el local por lo que de él pudieran pensar el resto de los clientes.
- Buenos días, Rosalía. ¿Podría llevarme a una mesa el desayuno de siempre? –desde que se había enterado de su nombre nunca dejaba de dirigirse con él a la muchacha que encontraba tras el mostrador.
- Enseguida.
Casi al mismo tiempo pero como evitando a Carlos entraron Anselmo y Elvira. Eran una pareja ya mayor y como disfrazados de una ostentosa apariencia. Ella vestía ropa que parecía cara pero que no la favorecía precisamente. Y siempre llevaba puestas numerosas joyas que tintineaban constantemente, como reclamando atención. Joyas de oro, mucho oro, oro al peso, aunque sin estilo de forma ni originalidad. Anselmo vestía como un señorón aunque era evidente que no lo había sido toda su vida. Entraban triunfales todos los días a desayunar.
- ¡Buenos días, niña, llévanos unos “curasanes” y dos cafés con leche! –casi gritaba Anselmo. En cierta ocasión se había presentado a Rosalía comunicándole que se llamaban “Don Anselmo” y “Doña Elvira” y que vivían por allí cerca, en el chalet de la esquina, que de ahí en adelante “era su casa”.
- Buenos días –contestaba Rosalía sin dar gusto a Don Anselmo.
Había sido constructor de viviendas y se había retirado a tiempo sin que le pillara ninguna crisis, tras haber ganado una enorme fortuna. Procuraron sentarse en el lado opuesto a donde estaba sentado Carlos. Casi inmediatamente empezaron a hablar en voz baja, como considerando a Carlos indigno de escuchar involuntariamente. Mientras tanto Rosalía iba y venía con los desayunos encargados. En un momento dado levantaron la vista y miraron con cierta atención a Carlos, incluso se diría que con alguna simpatía.
- Oye, por favor, quisiéramos hablar contigo un momento.
Tal vez pensaron que Carlos se levantaría de su mesa y acudiría a la suya, pero Carlos permaneció sentado. Y ellos, naturalmente, se quedaron en su mesa. En aquel momento no había nadie más en el pequeño saloncito, por lo que Rosalía pudo oir perfectamente el vozarrón de Anselmo dirigiéndose a Carlos.
- Mira, somos ya una pareja de mayores jubilados y habíamos pensado que nos vendría bien tener con nosotros a alguien que pudiera atendernos para algunas necesidades –ambos quedaron ligeramente expectantes observando la posible reacción de Carlos.
Pero Carlos los miró sin reacción especial alguna tras oir sus palabras, con la misma expresión pensativa con que momentos antes había mirado al gran espejo oscuro que servía de techo al saloncito.
- Verás, necesitaríamos a alguien que nos ayudara en casa. Que ayudara a mi señora a traer la compra del supermercado, que sacara a los perros, que cuidara del jardín -hay que ver lo que cobran los cabrones de los jardineros-, que me hiciera de chófer, se me ocurre que hasta tendrías uniforme... ¿cómo lo ves, qué te parece?
Carlos continuó mirándoles con la misma expresión afable y tranquila, algo tímida. Anselmo y Elvira parecieron mostrar mayor expectación y una leve sonrisa se dibujó en la cara de Elvira. Continuó Anselmo.
- Naturalmente, comiendo y durmiendo en nuestra casa, que es muy grande y hay sitio suficiente. El sueldo no estaría mal. Pero tendrías que estar todos los días a nuestra disposición y tus vacaciones serían cuando nos conviniera a nosotros. En poco tiempo seguro que te harías un dinerito... Bueno, qué, ¿qué te parece?
Carlos seguía mirándoles con la misma expresión, hasta que finalmente, como saliendo de un letargo, preguntó:
- ¿Comería lo que comen los señores?
Anselmo se quedó momentáneamente sorprendido, pero contestó al instante:
- Naturalmente, lo que sobre y un poco más que te haga Esperanza será lo que tú comas. Esperanza, que cocina y nos limpia la casa, nos prepara platos de la nueva cocina, esa que está ahora de moda. Y una vez a la semana vamos a un restaurante a comer marisco y tú comerías con nosotros, en otra mesa, claro.
- Pero... ¿podría beber el vino que dejen ustedes?
Anselmo mostró un poco más de sorpresa pero contestó al cabo de un momento:
- Sí, hombre, te servirás los restos de las botellas. ¡Y bebemos “Gran reserva” a diario!
Carlos continuó con la misma expresión tranquila:
- ¿Y podría tener dos uniformes de chófer, uno para invierno y otro para verano?
Rosalía, que oía la conversación tras el mostrador, comenzó a pensar que había tomado una precipitada simpatía por Carlos. Anselmo, ya preparado para este tipo de consultas, pensó rápidamente y admitió que tal cosa sería razonable, con un gesto y una inclinación de cabeza.
- Mire –continuó Carlos-, dicen los que entienden que hoy en día no hay nada más cómodo para dormir que un colchón de látex... ¿podría tener un colchón de látex en mi cama?
Aquí ya Anselmo y Elvira abrieron ligeramente la boca y quedaron mirando fijamente a Carlos. Hasta que finalmente Anselmo, tras mirar a Elvira, contestó con un leve toque de irritación:
- Hombre... no sé qué tipo de colchón hay en la habitación en la que dormirías, pero –pensó rápidamente que no dejaría de haber en alguna parte alguna oferta de colchones de látex- eso tampoco sería problema, si ya no hay más exigencias –acabó con una ancha sonrisa.
Rosalía pensó que se había equivocado completamente en su intuitiva apreciación de Carlos.
- Pues si voy a tener colchón de látex, dos uniformes de chófer, uno de invierno y otro de verano, voy a beber vino “Gran reserva” y comer platos de la nueva cocina y marisco... rechazo definitivamente su oferta de trabajo.
Rosalía detuvo instantáneamente su actividad y miró hacia el saloncito sin ver a los interlocutores. Anselmo y Elvira se echaron hacia atrás abriendo mucho los ojos. Tras un instante Anselmo dijo visiblemente enfadado:
- ¿Qué te pasa?, ¿estás de cachondeo o qué?
- Mira, Anselmo, sé que si te adulara lo suficiente podría tener de ti todo eso y mucho más. Pero me convertiría en tu esclavo y eso no me atrae en absoluto. Verás, cualquier alimento, natural y poco elaborado, me sirve de comida. Si alguna vez quiero darme un gusto especial ¿sabes lo que hago? Espero a tener mucha hambre y como a continuación lo acostumbrado. Conozco muchos bares y sé en cuál de ellos dan el mejor vino al mejor precio. Y si no, en esta ciudad hay muchas fuentes. Me visto en los roperos de caridad o en las rebajas, y me visto teniendo en cuenta que paso mucho tiempo al aire libre. No tengo más ropa que la que cabe en una pequeña maleta, pues así viajo más cómodo en tren o en autobús. Si hay que sudar, se suda, y si hay que pasar frío, me pongo a caminar muy rápidamente por algún bonito paseo o calle. En cuanto a dormir, he dormido en tantas pensiones y albergues que acabo por dormirme siempre y no sabría decirte en qué tipo de cama se duerme mejor. Me gusta cambiar de residencia, unas veces voy a alguna ciudad en la costa, otras al interior. Porque lo que más me gusta, lo que más valoro por encima de todo es la libertad. No me gusta atarme a un sitio, me gusta moverme, conocer lugares nuevos. Y para ello acepto cualquier trabajo, cualquiera me llega para comer y dormir bajo techo.
Carlos se había despojado de su timidez, pero seguía hablando con su misma expresión afable y tranquila. Anselmo y Elvira escucharon con la boca abierta las palabras de Carlos y después, con un gesto de malhumor en el que pesaba sin duda el repentino tuteo de Carlos, se levantó, tiró de la manga de su mujer, y salieron del saloncito.
- Ese tío es idiota –dijo en voz alta ante el mostrador mientras alargaba un billete a Rosalía.
- El que se conforma con poco no apetece lo ajeno –contestó Rosalía sin mirarle mientras le devolvía el cambio.
Anselmo y Elvira la miraron muy sorprendidos durante un momento y luego salieron sin despedirse.
Rosalía entró en el saloncito a retirar el servicio de Anselmo y Elvira. Al entrar miró a Carlos. Seguía reclinado hacia atrás, con la vista dirigida al espejo del techo. Luego la miró y se dio cuenta de que había escuchado el diálogo.
- ¿Sabe, Rosalía? No es la primera vez que me hacen alguna propuesta parecida. Siempre he preferido tener la posibilidad de poder marcharme sin sorprender o engañar. A veces pienso sin embargo que si pudiera haber en mi vida alguna atadura, sería la del amor. Pero aún no ha llegado...
Se dirigió al baño y se miró al espejo. “Me gusto” -pensó. “Me gusto mucho y mucho más desde que dejé al imbécil”. Tenía unas leves ojeras, el rostro muy blanco y el cabello largo y negro, como sus ojos. En verano solía dormir con una camiseta y un tanga, el mismo tipo de bragas que usaba habitualmente. Se quitó ambas prendas y entró en la ducha. Al enjabonarse sus pechos y sexo sintió una leve voluptuosidad pero no quiso profundizar en ella.
Salió del baño y se dirigió a la cocina. Siempre se acordaba del imbécil cuando se disponía a desayunar. Recordaba su prolija disposición de platos, tazas, vasos, tarros, jarras, en la que empleaba buena parte de tiempo antes de avisarla, pues a ella no le estaba permitido entrar en la cocina hasta ese momento. Y el ritual de las tostadas, del aceite, de la mermelada, del café que sólo él podía hacer... Qué profundo tedio le causaban todos esos preparativos cuando, hambrienta, esperaba en la habitación poder desayunar de una vez.
Entró felizmente sola a la cocina y preparó al azar su desayuno, como solía hacer, alterando siempre el orden de sus movimientos. Primero el té, al que se había cambiado, luego las tostadas, el azúcar, el zumo, o justo al revés, y comprobaba alegre que siempre se le olvidaba llevar algo a la mesa, o le caía el azucarero sobre el mantel. Desayunaba despacio y al acabar bostezaba ruidosamente varias veces. “Qué felicidad, no tengo al imbécil mirándome con disgusto”.
Antes de vestirse se untaba y acariciaba todo el cuerpo con crema. Se masajeaba suavemente, sin dejar rincón alguno. Se ponía su ropa interior, todos los días diferente, exquisita, bella, pues sentía devoción por su ropa interior. Luego, en la confitería se ponía su bata cruzada sobre su ropa íntima, pues siempre hacía mucho calor debido al obrador que se encontraba muy próximo.
Abrió la confitería al público. Dentro ya se encontraba Ángel, el dueño, trabajando y estaba ya dispuesta una bandeja de pasteles en la ventana que comunicaba con el mostrador. Ángel había quedado viudo recientemente y se vio en la urgente necesidad de tener a alguien en el mostrador para atender al público. De este modo había entrado Rosalía a trabajar en su establecimiento.
- Buenos días –gritó por encima del ruido de una batidora.
- Buenos días –asomó la cara de Ángel con algunas manchas de harina.
Se dirigió a un pequeño cuarto al lado de los aseos y allí dejó su ropa y se puso la bata con la que atendía al público, no sin dirigir antes una mirada de satisfacción a su cuerpo y su ropa interior.
Casi inmediatamente comenzó a entrar gente. Muchos, sobre todo mayores jubilados y amas de casa, entraban a esa hora para llevarse los magníficos croissants que hacía Ángel y desayunarlos en casa. Otros entraban al pequeño saloncito y allí encargaban a Rosalía su desayuno. La confitería disponía de ese pequeño salón al que se accedía por una puerta de hojas batientes.
El lunes era como si recomenzara el ciclo vital del establecimiento tras la alteración tumultuosa del domingo, con familias enteras que acudían a comprar los pasteles para el postre de la comida o la merienda. El resto de la semana la confitería adquiría su tempo, su tono de normalidad que Rosalía saboreaba intensamente.
A la hora acostumbrada entró en la confitería Carlos, con su habitual aspecto. Casi podía decirse de él que era un mendigo, si no fuera por el aseo y limpieza que los mendigos no suelen presentar. Vestía ropa muy gastada aunque parecía haber sido de calidad en su momento, quizá obtenida en un albergue para pobres. Era un hombre afable y tranquilo, algo tímido y siempre como avergonzado de estar en el local por lo que de él pudieran pensar el resto de los clientes.
- Buenos días, Rosalía. ¿Podría llevarme a una mesa el desayuno de siempre? –desde que se había enterado de su nombre nunca dejaba de dirigirse con él a la muchacha que encontraba tras el mostrador.
- Enseguida.
Casi al mismo tiempo pero como evitando a Carlos entraron Anselmo y Elvira. Eran una pareja ya mayor y como disfrazados de una ostentosa apariencia. Ella vestía ropa que parecía cara pero que no la favorecía precisamente. Y siempre llevaba puestas numerosas joyas que tintineaban constantemente, como reclamando atención. Joyas de oro, mucho oro, oro al peso, aunque sin estilo de forma ni originalidad. Anselmo vestía como un señorón aunque era evidente que no lo había sido toda su vida. Entraban triunfales todos los días a desayunar.
- ¡Buenos días, niña, llévanos unos “curasanes” y dos cafés con leche! –casi gritaba Anselmo. En cierta ocasión se había presentado a Rosalía comunicándole que se llamaban “Don Anselmo” y “Doña Elvira” y que vivían por allí cerca, en el chalet de la esquina, que de ahí en adelante “era su casa”.
- Buenos días –contestaba Rosalía sin dar gusto a Don Anselmo.
Había sido constructor de viviendas y se había retirado a tiempo sin que le pillara ninguna crisis, tras haber ganado una enorme fortuna. Procuraron sentarse en el lado opuesto a donde estaba sentado Carlos. Casi inmediatamente empezaron a hablar en voz baja, como considerando a Carlos indigno de escuchar involuntariamente. Mientras tanto Rosalía iba y venía con los desayunos encargados. En un momento dado levantaron la vista y miraron con cierta atención a Carlos, incluso se diría que con alguna simpatía.
- Oye, por favor, quisiéramos hablar contigo un momento.
Tal vez pensaron que Carlos se levantaría de su mesa y acudiría a la suya, pero Carlos permaneció sentado. Y ellos, naturalmente, se quedaron en su mesa. En aquel momento no había nadie más en el pequeño saloncito, por lo que Rosalía pudo oir perfectamente el vozarrón de Anselmo dirigiéndose a Carlos.
- Mira, somos ya una pareja de mayores jubilados y habíamos pensado que nos vendría bien tener con nosotros a alguien que pudiera atendernos para algunas necesidades –ambos quedaron ligeramente expectantes observando la posible reacción de Carlos.
Pero Carlos los miró sin reacción especial alguna tras oir sus palabras, con la misma expresión pensativa con que momentos antes había mirado al gran espejo oscuro que servía de techo al saloncito.
- Verás, necesitaríamos a alguien que nos ayudara en casa. Que ayudara a mi señora a traer la compra del supermercado, que sacara a los perros, que cuidara del jardín -hay que ver lo que cobran los cabrones de los jardineros-, que me hiciera de chófer, se me ocurre que hasta tendrías uniforme... ¿cómo lo ves, qué te parece?
Carlos continuó mirándoles con la misma expresión afable y tranquila, algo tímida. Anselmo y Elvira parecieron mostrar mayor expectación y una leve sonrisa se dibujó en la cara de Elvira. Continuó Anselmo.
- Naturalmente, comiendo y durmiendo en nuestra casa, que es muy grande y hay sitio suficiente. El sueldo no estaría mal. Pero tendrías que estar todos los días a nuestra disposición y tus vacaciones serían cuando nos conviniera a nosotros. En poco tiempo seguro que te harías un dinerito... Bueno, qué, ¿qué te parece?
Carlos seguía mirándoles con la misma expresión, hasta que finalmente, como saliendo de un letargo, preguntó:
- ¿Comería lo que comen los señores?
Anselmo se quedó momentáneamente sorprendido, pero contestó al instante:
- Naturalmente, lo que sobre y un poco más que te haga Esperanza será lo que tú comas. Esperanza, que cocina y nos limpia la casa, nos prepara platos de la nueva cocina, esa que está ahora de moda. Y una vez a la semana vamos a un restaurante a comer marisco y tú comerías con nosotros, en otra mesa, claro.
- Pero... ¿podría beber el vino que dejen ustedes?
Anselmo mostró un poco más de sorpresa pero contestó al cabo de un momento:
- Sí, hombre, te servirás los restos de las botellas. ¡Y bebemos “Gran reserva” a diario!
Carlos continuó con la misma expresión tranquila:
- ¿Y podría tener dos uniformes de chófer, uno para invierno y otro para verano?
Rosalía, que oía la conversación tras el mostrador, comenzó a pensar que había tomado una precipitada simpatía por Carlos. Anselmo, ya preparado para este tipo de consultas, pensó rápidamente y admitió que tal cosa sería razonable, con un gesto y una inclinación de cabeza.
- Mire –continuó Carlos-, dicen los que entienden que hoy en día no hay nada más cómodo para dormir que un colchón de látex... ¿podría tener un colchón de látex en mi cama?
Aquí ya Anselmo y Elvira abrieron ligeramente la boca y quedaron mirando fijamente a Carlos. Hasta que finalmente Anselmo, tras mirar a Elvira, contestó con un leve toque de irritación:
- Hombre... no sé qué tipo de colchón hay en la habitación en la que dormirías, pero –pensó rápidamente que no dejaría de haber en alguna parte alguna oferta de colchones de látex- eso tampoco sería problema, si ya no hay más exigencias –acabó con una ancha sonrisa.
Rosalía pensó que se había equivocado completamente en su intuitiva apreciación de Carlos.
- Pues si voy a tener colchón de látex, dos uniformes de chófer, uno de invierno y otro de verano, voy a beber vino “Gran reserva” y comer platos de la nueva cocina y marisco... rechazo definitivamente su oferta de trabajo.
Rosalía detuvo instantáneamente su actividad y miró hacia el saloncito sin ver a los interlocutores. Anselmo y Elvira se echaron hacia atrás abriendo mucho los ojos. Tras un instante Anselmo dijo visiblemente enfadado:
- ¿Qué te pasa?, ¿estás de cachondeo o qué?
- Mira, Anselmo, sé que si te adulara lo suficiente podría tener de ti todo eso y mucho más. Pero me convertiría en tu esclavo y eso no me atrae en absoluto. Verás, cualquier alimento, natural y poco elaborado, me sirve de comida. Si alguna vez quiero darme un gusto especial ¿sabes lo que hago? Espero a tener mucha hambre y como a continuación lo acostumbrado. Conozco muchos bares y sé en cuál de ellos dan el mejor vino al mejor precio. Y si no, en esta ciudad hay muchas fuentes. Me visto en los roperos de caridad o en las rebajas, y me visto teniendo en cuenta que paso mucho tiempo al aire libre. No tengo más ropa que la que cabe en una pequeña maleta, pues así viajo más cómodo en tren o en autobús. Si hay que sudar, se suda, y si hay que pasar frío, me pongo a caminar muy rápidamente por algún bonito paseo o calle. En cuanto a dormir, he dormido en tantas pensiones y albergues que acabo por dormirme siempre y no sabría decirte en qué tipo de cama se duerme mejor. Me gusta cambiar de residencia, unas veces voy a alguna ciudad en la costa, otras al interior. Porque lo que más me gusta, lo que más valoro por encima de todo es la libertad. No me gusta atarme a un sitio, me gusta moverme, conocer lugares nuevos. Y para ello acepto cualquier trabajo, cualquiera me llega para comer y dormir bajo techo.
Carlos se había despojado de su timidez, pero seguía hablando con su misma expresión afable y tranquila. Anselmo y Elvira escucharon con la boca abierta las palabras de Carlos y después, con un gesto de malhumor en el que pesaba sin duda el repentino tuteo de Carlos, se levantó, tiró de la manga de su mujer, y salieron del saloncito.
- Ese tío es idiota –dijo en voz alta ante el mostrador mientras alargaba un billete a Rosalía.
- El que se conforma con poco no apetece lo ajeno –contestó Rosalía sin mirarle mientras le devolvía el cambio.
Anselmo y Elvira la miraron muy sorprendidos durante un momento y luego salieron sin despedirse.
Rosalía entró en el saloncito a retirar el servicio de Anselmo y Elvira. Al entrar miró a Carlos. Seguía reclinado hacia atrás, con la vista dirigida al espejo del techo. Luego la miró y se dio cuenta de que había escuchado el diálogo.
- ¿Sabe, Rosalía? No es la primera vez que me hacen alguna propuesta parecida. Siempre he preferido tener la posibilidad de poder marcharme sin sorprender o engañar. A veces pienso sin embargo que si pudiera haber en mi vida alguna atadura, sería la del amor. Pero aún no ha llegado...
lunes, 21 de junio de 2010
Adiós, amigos. Hola, amigos
He tenido una dura experiencia en mi vida: un divorcio. Y como si se tratara de una inesperada línea divisoria, algunos amigos han dejado de llamarme, otros se hacen los despistados para no saludarme y algunos incluso, aunque me miren, no parecen verme. Recuerdo también ahora con simpatía a una pareja con la que me encontré un par de veces en aquellos momentos, que al despedirse decían muy expresivamente: “Llámanos”, como si el problema lo estuvieran sufriendo ellos y no yo.
Se me puede decir que no serían amigos, que serían simplemente conocidos, que serían amigos por interés, que la verdadera amistad etc., etc., etc. Pienso que de un modo u otro sí eran amigos. Algunos, personas con las que me vi casi semanalmente durante años. Otros, personas con las que viajé, que estuvieron en mi casa y en cuya casa estuve, con quienes comí y cené muchas veces durante mucho tiempo. Para qué seguir. Todos tenemos amigos en muy variada gradación de amistad y cronológica. Puesto a suponer, suponía unas veces que no debía haber sido yo por quien más afecto sentían dentro de la pareja. O que quizá, en otros casos, no resultaba ya de interés fuera de esa pareja. Me ocupó algún tiempo esa cuestión.
Pues al principio me sorprendió, me sentía mal, me indignaba en cada ocasión en que tenía lugar alguno de esos olvidos. Ahora, después ya de cierto tiempo, ha dejado de afectarme. En todo caso y fuera por lo que fuera, a todos estos quisiera expresarles, junto con mi adiós, mi agradecimiento. Les agradezco los buenos momentos que he pasado durante tantos años en su compañía. Son momentos inolvidables y quedan para siempre grabados en mi memoria.
Otros amigos han seguido llamándome, continúan saludándome o me preguntan asiduamente qué tal me va. Unos y otros han tenido sus razones para reaccionar como lo han hecho respecto a mí. Pero sí querría decirles a estos que continúan siendo mis amigos que su amistad y afecto es una de las cosas buenas de mi vida: gracias también y que todos disfrutemos mucho tiempo de nuestra amistad.
Finalmente quisiera decir algo a mis amigos futuros, a quienes ya pongo nombre y cara en algunos casos: espero ilusionado esa amistad y prometo hacer todo lo posible para dar tanto o más de lo que yo pueda recibir.
Se me puede decir que no serían amigos, que serían simplemente conocidos, que serían amigos por interés, que la verdadera amistad etc., etc., etc. Pienso que de un modo u otro sí eran amigos. Algunos, personas con las que me vi casi semanalmente durante años. Otros, personas con las que viajé, que estuvieron en mi casa y en cuya casa estuve, con quienes comí y cené muchas veces durante mucho tiempo. Para qué seguir. Todos tenemos amigos en muy variada gradación de amistad y cronológica. Puesto a suponer, suponía unas veces que no debía haber sido yo por quien más afecto sentían dentro de la pareja. O que quizá, en otros casos, no resultaba ya de interés fuera de esa pareja. Me ocupó algún tiempo esa cuestión.
Pues al principio me sorprendió, me sentía mal, me indignaba en cada ocasión en que tenía lugar alguno de esos olvidos. Ahora, después ya de cierto tiempo, ha dejado de afectarme. En todo caso y fuera por lo que fuera, a todos estos quisiera expresarles, junto con mi adiós, mi agradecimiento. Les agradezco los buenos momentos que he pasado durante tantos años en su compañía. Son momentos inolvidables y quedan para siempre grabados en mi memoria.
Otros amigos han seguido llamándome, continúan saludándome o me preguntan asiduamente qué tal me va. Unos y otros han tenido sus razones para reaccionar como lo han hecho respecto a mí. Pero sí querría decirles a estos que continúan siendo mis amigos que su amistad y afecto es una de las cosas buenas de mi vida: gracias también y que todos disfrutemos mucho tiempo de nuestra amistad.
Finalmente quisiera decir algo a mis amigos futuros, a quienes ya pongo nombre y cara en algunos casos: espero ilusionado esa amistad y prometo hacer todo lo posible para dar tanto o más de lo que yo pueda recibir.
jueves, 17 de junio de 2010
El subgénero de las presentaciones
Siempre que puedo acudo a conferencias o presentaciones de libros en las que el autor habla de su obra. Pero no piensen que acudo a cualquiera. Escojo cuidadosamente según el presentador o presentadores del conferenciante. Cuantos más mejor. A veces hay que intuir cuántos pueden acudir a presentar, pues ello se omite -¿por qué será?- en la publicidad del evento.
Me encanta que diserten largamente sobre la personalidad del autor y el carácter de sus obras, somos tan ignorantes. En ocasiones el público es afortunado y se encuentra frente a una mesa donde aparecen, por ejemplo, un jefe de algo, un subjefe y un director de cosa junto al conferenciante, que, como debe ser, se sienta en una esquina del estrado.
En cierta ocasión memorable un presentador habló durante tres cuartos de hora sobre el conferenciante, que, cosa rara, mostraba signos de impaciencia en lugar de estar agradecido. A mí me pareció estupendo, casi me dieron ganas de abandonar el acto, pues ya podía intuir o dar por sabido todo lo que el conferenciante podría decirme.
Pero cuando más disfruto, cuando el subgénero de la presentación alcanza su clímax, es cuando al presentador lo presenta alguien, e incluso otro alguien a ese alguien, ¿pueden ustedes creerlo? Y qué decir del final del acto, cuando el presentador ayuda generosamente a dar la palabra a los asistentes e incluso comenta con su particular ingenio las preguntas y respuestas en el coloquio. Todo ello estimula y produce gran placer, y si no fuera por los conferenciantes acudiría mucho más a las conferencias.
Me encanta que diserten largamente sobre la personalidad del autor y el carácter de sus obras, somos tan ignorantes. En ocasiones el público es afortunado y se encuentra frente a una mesa donde aparecen, por ejemplo, un jefe de algo, un subjefe y un director de cosa junto al conferenciante, que, como debe ser, se sienta en una esquina del estrado.
En cierta ocasión memorable un presentador habló durante tres cuartos de hora sobre el conferenciante, que, cosa rara, mostraba signos de impaciencia en lugar de estar agradecido. A mí me pareció estupendo, casi me dieron ganas de abandonar el acto, pues ya podía intuir o dar por sabido todo lo que el conferenciante podría decirme.
Pero cuando más disfruto, cuando el subgénero de la presentación alcanza su clímax, es cuando al presentador lo presenta alguien, e incluso otro alguien a ese alguien, ¿pueden ustedes creerlo? Y qué decir del final del acto, cuando el presentador ayuda generosamente a dar la palabra a los asistentes e incluso comenta con su particular ingenio las preguntas y respuestas en el coloquio. Todo ello estimula y produce gran placer, y si no fuera por los conferenciantes acudiría mucho más a las conferencias.
martes, 8 de junio de 2010
El cínico "House"
Parece que ha salido un libro señalando diversas influencias filosóficas en los guiones de la serie televisiva del médico "House". Y por lo que he podido leer se han olvidado de lo que ha saltado a la vista desde los primeros capítulos: el carácter cínico del personaje, según el modelo del viejo cinismo griego de época helenística.
Desprecio a las convenciones sociales en el vestir, la apariencia y el trato, desprecio a los usos y costumbres culturales, desprecio a la religión y sus prácticas. Inclinación a seguir las exigencias naturales en los asuntos amorosos, con desvergüenza y sin idealismo. Empirismo: atención a la observación de los demás sin atender a los alegatos ajenos. Desprecio por la adulación y la fama.
House se comporta de modo natural a la vista de todos, ladrando, comiendo y dejándose llevar por el sexo como si fuera un perro. Parece que ése fue el sentido originario del cinismo: el filósofo "cínico" era "perruno", esto es, vivía como un perro a la vista de todos, sin importarle las convenciones impuestas. Creo que en ello reside el atractivo del personaje, que ama y cuida a los demás a su modo, dejándose llevar exclusivamente por su saber y desafiando las costumbres y tabúes en que se ha envuelto nuestra común y auténtica naturaleza.
Desprecio a las convenciones sociales en el vestir, la apariencia y el trato, desprecio a los usos y costumbres culturales, desprecio a la religión y sus prácticas. Inclinación a seguir las exigencias naturales en los asuntos amorosos, con desvergüenza y sin idealismo. Empirismo: atención a la observación de los demás sin atender a los alegatos ajenos. Desprecio por la adulación y la fama.
House se comporta de modo natural a la vista de todos, ladrando, comiendo y dejándose llevar por el sexo como si fuera un perro. Parece que ése fue el sentido originario del cinismo: el filósofo "cínico" era "perruno", esto es, vivía como un perro a la vista de todos, sin importarle las convenciones impuestas. Creo que en ello reside el atractivo del personaje, que ama y cuida a los demás a su modo, dejándose llevar exclusivamente por su saber y desafiando las costumbres y tabúes en que se ha envuelto nuestra común y auténtica naturaleza.
lunes, 31 de mayo de 2010
De vuelta en tren
Cuando volvía en tren de Gijón observé que un pasajero frente a mí me miraba. Yo sonreía y él sonreía. Descansaba también la cabeza en su mano y parecía risueño con el traqueteo, la caída de la tarde y los amables paisajes que cruzábamos. Pensé que tenía aspecto de ser muy querido por alguien. Cuando llegamos saludé y él me devolvió el saludo desde el cristal que reflejaba mi imagen.
domingo, 21 de febrero de 2010
A Gijón en tren
Fui a Gijón en tren y pude comprobar que si Gijón no es París también te hace experto en nubes, como diría Auster. Paseé con placer por el Muro mirando la mar, el cielo y el horizonte.
Dicen los psicólogos que quien se adapta más y rechaza menos vive más y mejor. En eso estoy, adaptándolo a mí.
Dicen los psicólogos que quien se adapta más y rechaza menos vive más y mejor. En eso estoy, adaptándolo a mí.
martes, 9 de febrero de 2010
Presente
No me acosa la idea de qué hacer, o la de si estaré perdiendo el tiempo. Pienso que lo gano si soy consciente de él y lo disfruto sintiendo que pasa y estoy vivo.
Dejo a un lado sentimientos de nostalgia. No me abruman con su recuerdo lugares llenos del bullicio y las personas de otros momentos. Queda cerrado porque debía cerrarse. La vida sigue de modo diferente.
Trato de saborear cada día de la vida que me queda.
Dejo a un lado sentimientos de nostalgia. No me abruman con su recuerdo lugares llenos del bullicio y las personas de otros momentos. Queda cerrado porque debía cerrarse. La vida sigue de modo diferente.
Trato de saborear cada día de la vida que me queda.
sábado, 6 de febrero de 2010
Cuando yo sea insecto
Cuando yo sea insecto
libaré, cariño,
la savia de tus labios
y por el cerco de tus pestañas
zumbaré gustoso de tus bellos ojos;
a tus cabellos subiré
enganchado de amor en sus manos
y por la línea de tu cuello
llegaré a las suaves colinas de tu abrazo.
Allí pienso quedarme,
hasta que por tu breve gesto
vuelva a la tierra y sea otra vez insecto.
(homenaje a Pablo Neruda, Los versos del capitán, “El insecto”)
libaré, cariño,
la savia de tus labios
y por el cerco de tus pestañas
zumbaré gustoso de tus bellos ojos;
a tus cabellos subiré
enganchado de amor en sus manos
y por la línea de tu cuello
llegaré a las suaves colinas de tu abrazo.
Allí pienso quedarme,
hasta que por tu breve gesto
vuelva a la tierra y sea otra vez insecto.
(homenaje a Pablo Neruda, Los versos del capitán, “El insecto”)
miércoles, 3 de febrero de 2010
Aforismos
Algunos colegas son como los termómetros:
por su trato más o menos frío conoces el buen clima de tu independencia.
Algunos filólogos pueden llegar a las manos por la clasificación de un genitivo.
Explican con detalle la herramienta y no saben mostrar el edificio.
La calumnia se debe a una mala voluntad o a una inteligencia débil.
A veces nos engañamos atribuyéndola a la primera causa: puede ser la otra.
por su trato más o menos frío conoces el buen clima de tu independencia.
Algunos filólogos pueden llegar a las manos por la clasificación de un genitivo.
Explican con detalle la herramienta y no saben mostrar el edificio.
La calumnia se debe a una mala voluntad o a una inteligencia débil.
A veces nos engañamos atribuyéndola a la primera causa: puede ser la otra.
Técnicos contra técnicos
En esto de las grandes obras públicas presentes o previstas sale un técnico diciendo que es mejor un túnel y otro suelta a la vez que el túnel es una barbaridad; uno diciendo que se necesita un superpuerto y otro, de igual cualificación, que no se necesita, y así en general. Como puede apreciarse, que unos y otros defiendan sus opiniones aludiendo a sus títulos, las invalida como tales, salvo que deban invalidarse sus títulos.
La conclusión sería que cualquiera puede opinar, y debe ser oído, con su lastre técnico, político, económico, o simplemente con la visión del ciudadano que va a ser usuario activo o pasivo. Y si esto es así y se tiene en cuenta lo del cui nocet, lo más razonable sería hacer un referéndum entre los más directamente implicados, los ciudadanos.
La conclusión sería que cualquiera puede opinar, y debe ser oído, con su lastre técnico, político, económico, o simplemente con la visión del ciudadano que va a ser usuario activo o pasivo. Y si esto es así y se tiene en cuenta lo del cui nocet, lo más razonable sería hacer un referéndum entre los más directamente implicados, los ciudadanos.
El malvado ciudadano
- A ver, usted, ¿a qué dice que tiene alergia?
- A los ruidos, señor comisario.
- ¿Y usted cree que eso justifica los horrendos crímenes de que usted mismo se acusa?
- Sí, señor comisario, en todos los casos se trataba de ellos o de mí. He tirado mentalmente piedras a borrachos vociferantes que pasaban bajo mi ventana en la madrugada. He disparado mentalmente sobre automovilistas que avisaban de su presencia en la calle a amigos o parientes en sus casas, o que celebraban algún acontecimiento con sus bocinas. He puesto mentalmente bombas en automóviles aparcados con alarmas que sonaban durante toda la noche, o en comercios en los que nadie robaba, o en bares abiertos por la noche con una música insoportable. He saboteado mentalmente grandes motores que en la cubierta de edificios arruinaban el descanso de los vecinos. He tirado mentalmente por un acantilado camiones de la basura y máquinas de obras sin protección acústica. He liberado a perros que ladraban durante horas, destruyendo mentalmente las casas que los encerraban ...
- Pero, oiga, usted no ha hecho nada, no le puedo acusar por lo que usted imagina.
- Es igual, señor comisario, yo no puedo ser un buen ciudadano, un ciudadano normal, con estas intenciones. Sólo el ruido que producían mentalmente mis acciones me procuraba un inmenso placer, ya que ensordecía para siempre a los ruidos que me asediaban.
- Calle, calle, aquí no estamos para bromas. Y váyase.
- Pero, señor comisario, soy un ciudadano malvado. He imaginado terribles torturas para los ruidosos, me he deleitado hasta extremos que me avergüenzan ...
- Le repito que aquí no estamos para oir cuentos, ¡fuera!
- Pero, señor comisario ...
- ¡Fuera, que lo echen!
Cuando el malvado ciudadano abandonaba a la fuerza la comisaría, pudo ver al comisario salir del aparcamiento en su coche, con las ventanillas bajadas, escapando por ellas ruidosamente la canción del verano. Y el malvado ciudadano no pudo contenerse mentalmente.
- A los ruidos, señor comisario.
- ¿Y usted cree que eso justifica los horrendos crímenes de que usted mismo se acusa?
- Sí, señor comisario, en todos los casos se trataba de ellos o de mí. He tirado mentalmente piedras a borrachos vociferantes que pasaban bajo mi ventana en la madrugada. He disparado mentalmente sobre automovilistas que avisaban de su presencia en la calle a amigos o parientes en sus casas, o que celebraban algún acontecimiento con sus bocinas. He puesto mentalmente bombas en automóviles aparcados con alarmas que sonaban durante toda la noche, o en comercios en los que nadie robaba, o en bares abiertos por la noche con una música insoportable. He saboteado mentalmente grandes motores que en la cubierta de edificios arruinaban el descanso de los vecinos. He tirado mentalmente por un acantilado camiones de la basura y máquinas de obras sin protección acústica. He liberado a perros que ladraban durante horas, destruyendo mentalmente las casas que los encerraban ...
- Pero, oiga, usted no ha hecho nada, no le puedo acusar por lo que usted imagina.
- Es igual, señor comisario, yo no puedo ser un buen ciudadano, un ciudadano normal, con estas intenciones. Sólo el ruido que producían mentalmente mis acciones me procuraba un inmenso placer, ya que ensordecía para siempre a los ruidos que me asediaban.
- Calle, calle, aquí no estamos para bromas. Y váyase.
- Pero, señor comisario, soy un ciudadano malvado. He imaginado terribles torturas para los ruidosos, me he deleitado hasta extremos que me avergüenzan ...
- Le repito que aquí no estamos para oir cuentos, ¡fuera!
- Pero, señor comisario ...
- ¡Fuera, que lo echen!
Cuando el malvado ciudadano abandonaba a la fuerza la comisaría, pudo ver al comisario salir del aparcamiento en su coche, con las ventanillas bajadas, escapando por ellas ruidosamente la canción del verano. Y el malvado ciudadano no pudo contenerse mentalmente.
Palabras y cosas
Decía el filósofo Misón Eteo que él no investigaba los hechos con ayuda del lenguaje, sino el lenguaje con ayuda de los hechos. Pues los hechos no se producen gracias al lenguaje, sino el lenguaje gracias a los hechos. Vivió este filósofo mucho antes que Platón insistiera con su Crátilo en esta relación entre las palabras y las cosas. Y así Misón aparece como un adelantado de la moderna preocupación filosófica por el lenguaje.
Pero investigar los hechos con ayuda del lenguaje o, lo que es lo mismo, proyectar sobre ellos los prejuicios y falsos valores contenidos en las palabras, es un engaño propio de todas las épocas. Repasemos nuestro lenguaje cuando proclamamos Guardián del Orden, Justicia Infinita o Te Prometo Amor Eterno.
Pero investigar los hechos con ayuda del lenguaje o, lo que es lo mismo, proyectar sobre ellos los prejuicios y falsos valores contenidos en las palabras, es un engaño propio de todas las épocas. Repasemos nuestro lenguaje cuando proclamamos Guardián del Orden, Justicia Infinita o Te Prometo Amor Eterno.
Vanidad
Algunos políticos acostumbran a poner una lápida con su nombre en las obras realizadas bajo su mandato. Parecen querer imitar a los filántropos de otras épocas que con su iniciativa y a sus expensas trataban de mejorar la vida de sus conciudadanos. Pero aquellos tiempos ya pasaron y los políticos de ahora cumplen su obligación con el dinero de todos.
Los atenienses encargaron una estatua de bronce a Lisipo después de consentir en la muerte de Sócrates. Muy lejos del filósofo, algunos parecen tener prisa antes de que les mate la memoria.
Los atenienses encargaron una estatua de bronce a Lisipo después de consentir en la muerte de Sócrates. Muy lejos del filósofo, algunos parecen tener prisa antes de que les mate la memoria.
Principio razonable
Ya el maestro de Sócrates, Arquelao, decía que lo que consideramos justo o vergonzoso no lo es por sí mismo, sino porque así lo ha acordado la costumbre o convención. Sin embargo todavía en el siglo XXI algunas sociedades pretenden añadir una sanción trascendente a lo que parece obvio.
Tratar a los demás como se quiere que le traten a uno es un principio razonable que puede aceptarse por todos aquellos que rechacen el uso de la violencia. No es necesaria una confirmación cultural o religiosa, que sólo aportaría división y enfrentamiento a un postulado que pretende superar toda división y enfrentamiento.
Tratar a los demás como se quiere que le traten a uno es un principio razonable que puede aceptarse por todos aquellos que rechacen el uso de la violencia. No es necesaria una confirmación cultural o religiosa, que sólo aportaría división y enfrentamiento a un postulado que pretende superar toda división y enfrentamiento.
Mareas de Septiembre
Me acercaba con aprensión y no acababa de creérmelo. Hasta donde señalaba la línea de boyas no había superficie, sino un gran pastel de crestas que subían y bajaban como si hirviera.
- Oye tú, ¿cómo se entra en esto?
- Tírate -me decían.
Bajaba paso a paso, agarrado a la barandilla de la dos, mientras las olas que llegaban a la escalera me hacían perder el pie. Tirarse era la solución, e inmediatamente el milagro. Flotabas, flotabas como un corcho subiendo y bajando. Empezamos a nadar, para separarnos del muro y de la escalera, y poco a poco nos íbamos adentrando.
En aquel tiovivo era imposible trazar una dirección y cada cual iba por su lado. Bastante había con sacar la cabeza para respirar en cada brazada. Mirábamos en lo alto de una ola y nos veíamos muy alejados unos de otros. Como el propósito era el mismo, llegar a la altura de San Pedro, seguíamos nadando. Cuando nadas, como cuando corres, piensas a tramos cortos; así pensaba, entrecortadamente, qué hacía yo allí y por qué hacíamos caso al "playu", asegurando que también se podía nadar con una mar como ésta.
Me paraba de vez en cuando y miraba desde la cresta de una ola para ver si seguían o habían dado la vuelta, lo que parecía más razonable. Pero allí seguíamos, cada cual a su aire, ganando distancia al muro y acercándonos a las boyas. Finalmente llegamos, y excitados hablamos a grandes voces. No nos decidíamos a volver, como retando al peligro, retardando la situación de azar que vivíamos. Era un extraño placer sentirnos observados por los lejanos peatones que nos veían en la vorágine.
Pero en medio de la inestabilidad en que nos encontrábamos, no dejamos de apropiarnos de aquel paisaje inédito con Gijón al fondo, de punta a punta, como en un cuadro de Josefina Junco o de Pelayo, con el Monte Deva y el San Martín, y más allá y por encima una línea de nubes doradas por el atardecer, que eran como la escalera a la luz de este mes de Septiembre.
Así demoramos nuestra vuelta, sintiéndonos privilegiados y felices por la rara visión desde aquella inestable atalaya. Finalmente el frío nos empujó y disimulando tomar la iniciativa supimos llegado el momento de volver. La vuelta fue como las retiradas, desordenada e independiente. Confieso más con vergüenza que por mérito que llegué el primero y me agarré a la barandilla como si fuera ya Octubre.
- Oye tú, ¿cómo se entra en esto?
- Tírate -me decían.
Bajaba paso a paso, agarrado a la barandilla de la dos, mientras las olas que llegaban a la escalera me hacían perder el pie. Tirarse era la solución, e inmediatamente el milagro. Flotabas, flotabas como un corcho subiendo y bajando. Empezamos a nadar, para separarnos del muro y de la escalera, y poco a poco nos íbamos adentrando.
En aquel tiovivo era imposible trazar una dirección y cada cual iba por su lado. Bastante había con sacar la cabeza para respirar en cada brazada. Mirábamos en lo alto de una ola y nos veíamos muy alejados unos de otros. Como el propósito era el mismo, llegar a la altura de San Pedro, seguíamos nadando. Cuando nadas, como cuando corres, piensas a tramos cortos; así pensaba, entrecortadamente, qué hacía yo allí y por qué hacíamos caso al "playu", asegurando que también se podía nadar con una mar como ésta.
Me paraba de vez en cuando y miraba desde la cresta de una ola para ver si seguían o habían dado la vuelta, lo que parecía más razonable. Pero allí seguíamos, cada cual a su aire, ganando distancia al muro y acercándonos a las boyas. Finalmente llegamos, y excitados hablamos a grandes voces. No nos decidíamos a volver, como retando al peligro, retardando la situación de azar que vivíamos. Era un extraño placer sentirnos observados por los lejanos peatones que nos veían en la vorágine.
Pero en medio de la inestabilidad en que nos encontrábamos, no dejamos de apropiarnos de aquel paisaje inédito con Gijón al fondo, de punta a punta, como en un cuadro de Josefina Junco o de Pelayo, con el Monte Deva y el San Martín, y más allá y por encima una línea de nubes doradas por el atardecer, que eran como la escalera a la luz de este mes de Septiembre.
Así demoramos nuestra vuelta, sintiéndonos privilegiados y felices por la rara visión desde aquella inestable atalaya. Finalmente el frío nos empujó y disimulando tomar la iniciativa supimos llegado el momento de volver. La vuelta fue como las retiradas, desordenada e independiente. Confieso más con vergüenza que por mérito que llegué el primero y me agarré a la barandilla como si fuera ya Octubre.
domingo, 24 de enero de 2010
Las nubes recordarán tu rostro cambiante
de suave tono oscuro, dulce como un sueño.
La música dibujará las formas de tu cuerpo sinuoso
y el aire susurrará palabras
que llegarán a los oídos como caricias incomprensibles.
Pero ya no habrá nadie,
que confunda tu rostro y la nube,
el cuerpo de una melodía o las palabras del aire.
de suave tono oscuro, dulce como un sueño.
La música dibujará las formas de tu cuerpo sinuoso
y el aire susurrará palabras
que llegarán a los oídos como caricias incomprensibles.
Pero ya no habrá nadie,
que confunda tu rostro y la nube,
el cuerpo de una melodía o las palabras del aire.
Por tu olor te conozco,
vienes de lejanos países que no has visitado,
donde huele a jazmín y mango
y la piel es más oscura entre las bellas.
Por tu olor te conozco,
vienes del azahar y la hierbabuena,
donde el aire es denso
y ojos más oscuros que los tuyos lo penetran.
Por tu olor te conozco,
vienes de lejanos países donde la pasión se talla en piedra
y el deseo es un dios,
al que manos más oscuras que las tuyas veneran.
vienes de lejanos países que no has visitado,
donde huele a jazmín y mango
y la piel es más oscura entre las bellas.
Por tu olor te conozco,
vienes del azahar y la hierbabuena,
donde el aire es denso
y ojos más oscuros que los tuyos lo penetran.
Por tu olor te conozco,
vienes de lejanos países donde la pasión se talla en piedra
y el deseo es un dios,
al que manos más oscuras que las tuyas veneran.
Más purgatorio
- ¡Hermana!, ¡Hermana!, acérquese, deje a ese enfermo. Su Ilustrísima quiere conocerla, quiere darle su bendición, ganará indulgencias...
La Hermana miró la llaga abierta, rebosante de pus.
- Hermano, traiga acá esa pierna, que me costará cien días más de purgatorio...
La Hermana miró la llaga abierta, rebosante de pus.
- Hermano, traiga acá esa pierna, que me costará cien días más de purgatorio...
sábado, 23 de enero de 2010
El alcalde autóctono
Se acercaban las elecciones a alcalde y concejales en la ciudad. Había numerosos candidatos para ocupar tales cargos. Y comenzó la campaña para competir entre ellos por el voto de los ciudadanos. Cada uno en su ideología política parecía estar más o menos igualado en el favor de los votantes. Hasta que uno de los candidatos, queriendo distinguirse de los demás, creyó encontrar un motivo de ventaja sobre los otros. Y ese motivo era que sólo él había nacido en esa ciudad, lo que no era el caso de los demás. Basando su campaña principalmente en ello, pronto se encontró con que las encuestas de opinión de voto parecían valorar ese hecho del que sólo él podía enorgullecerse.
De este modo llegaron al último día de la campaña electoral, en el que los candidatos debían enfrentarse en un debate televisado. Seguros de que no tendrían un argumento convincente para los votantes que prevaleciera sobre el alardeado derecho de autoctonía, los demás candidatos determinaron desesperanzados que un valedor común les representara en el debate final de la campaña, un valedor cuya ascendencia ciudadana se remontaba a muchas generaciones atrás, tantas que se perdía la memoria de ellas.
Y así el candidato que se vanagloriaba de su nacimiento se encontró como oponente en el debate a una rata que había nacido en su misma ciudad.
De este modo llegaron al último día de la campaña electoral, en el que los candidatos debían enfrentarse en un debate televisado. Seguros de que no tendrían un argumento convincente para los votantes que prevaleciera sobre el alardeado derecho de autoctonía, los demás candidatos determinaron desesperanzados que un valedor común les representara en el debate final de la campaña, un valedor cuya ascendencia ciudadana se remontaba a muchas generaciones atrás, tantas que se perdía la memoria de ellas.
Y así el candidato que se vanagloriaba de su nacimiento se encontró como oponente en el debate a una rata que había nacido en su misma ciudad.
martes, 12 de enero de 2010
En una casa donde un tiempo hubo muchos,
ahora queda uno.
Donde hubo muchos, uno tras otro,
ni uno hay al fin.
Y así,
agitando el día y la noche como dos dados,
el Tiempo de numerosos tonos y la Oscura
juegan con el flujo de los hombres. [171]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
ahora queda uno.
Donde hubo muchos, uno tras otro,
ni uno hay al fin.
Y así,
agitando el día y la noche como dos dados,
el Tiempo de numerosos tonos y la Oscura
juegan con el flujo de los hombres. [171]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
Se alejó el deseo del placer,
la estima de los hombres ha dejado de fluir.
Compañeros y amigos, queridos como la vida,
ya se han muerto.
Calmosamente ayuda a levantarse el bastón
y los ojos están cubiertos por la oscuridad de la nube.
Ay cuerpo insolente,
tiemblas, aún así, ante la aniquiladora muerte. [153]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
la estima de los hombres ha dejado de fluir.
Compañeros y amigos, queridos como la vida,
ya se han muerto.
Calmosamente ayuda a levantarse el bastón
y los ojos están cubiertos por la oscuridad de la nube.
Ay cuerpo insolente,
tiemblas, aún así, ante la aniquiladora muerte. [153]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
Un dulce canto,
una bella forma,
un licor,
una fragancia irrumpen,
el contacto de unos pechos ...
Así agitado por unos sentidos que me ocultan la realidad,
los cinco me engañan, astutos para favorecerse a sí mismos. [102]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
una bella forma,
un licor,
una fragancia irrumpen,
el contacto de unos pechos ...
Así agitado por unos sentidos que me ocultan la realidad,
los cinco me engañan, astutos para favorecerse a sí mismos. [102]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
sábado, 9 de enero de 2010
Débil, tuerto, cojo, falto de oído, con el rabo mutilado,
llagado, purulento, cubierto el cuerpo por cientos de gusanos,
demacrado por el hambre, viejo, con su cuello atado a un cuenco de limosnas,
un perro sigue a una perra y también la pasión maltrata al maltratado. [2]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por Martín Sevilla Rodríguez en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
llagado, purulento, cubierto el cuerpo por cientos de gusanos,
demacrado por el hambre, viejo, con su cuello atado a un cuenco de limosnas,
un perro sigue a una perra y también la pasión maltrata al maltratado. [2]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por Martín Sevilla Rodríguez en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
miércoles, 6 de enero de 2010
Extendida al comienzo,
va menguando poco a poco
y pequeña al principio,
va creciendo después;
como la sombra que se reparte en las dos mitades del día,
así es la amistad de los malos y de los buenos. [62]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
va menguando poco a poco
y pequeña al principio,
va creciendo después;
como la sombra que se reparte en las dos mitades del día,
así es la amistad de los malos y de los buenos. [62]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
martes, 5 de enero de 2010
Si hay codicia, ¿para qué más defectos?,
si hay calumnia, ¿para qué más pecados?,
si hay verdad, ¿para qué hacer penitencia?,
si hay mente limpia, ¿para qué una peregrinación?,
si hay bondad, ¿por qué con los nuestros?,
si hay grandeza, ¿para qué los adornos?,
si hay verdadero conocimiento, ¿para qué las riquezas?,
si hay indignidad, ¿para qué la muerte? [37]
Bhartrihari, poeta indio del s.VII
(traducción directa del sánscrito por MSR en Archivum LII-LIII (2002-2003), pp.463-501
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