miércoles, 6 de octubre de 2010

Calcetines

Venía en tren a la capital cuando observé que un grupo de treintañeros miraba discretamente mis pies y comentaban algo sonriendo. Vestían trajes de corte fiel y corbatas difícilmente diferenciables. Supuse que era el uniforme de bancarios o banqueros, como suele decirse ahora de los que trabajan en un banco o de quienes lo dirigen o poseen. Es curioso que en algunas profesiones, no en todas, claro está, se tienda a usar uniforme por un deseo de aparentar o de esconder, aunque al final sea lo mismo. Todos hemos visto sentados en la sala de un juzgado a elegantísimos facinerosos, pero también te puede abrir una cuenta corriente alguien vestido como de boda.

Pues bien, yo aquella mañana había abierto el cajón de los calcetines y ante la ausencia de calcetines limpios de diario había puesto los que uso para correr o caminar: ¡calcetines blancos! Soy consciente de que para algunas personas tal color en ese complemento es una frontera, una transgresión definitiva del buen gusto. Me miré los calcetines y también sonreí. Pero mi mente diacrónica y cínica empezó a considerar el ominoso hecho y llegó a recordar un anuncio sepultado en el fondo de la memoria: “Chaussettes noires? Oui, c’est la mode!”.

Pues sí, aún recuerdo los calcetines blancos y multicolores que nos compraban nuestras madres allá por mi infancia y adolescencia. Hasta que desde Francia, salvo error, llegó la moda de los calcetines negros. Sería fácil especular sobre la causa primigenia y el éxito inmediato y duradero de la elección del color negro para el primer envoltorio de los pies.

Volví a mirarme los calcetines y me gustaron sobresaliendo de mis zapatos. En todo caso, ¿por qué seguir otra convención? Y me agradó la idea de volver a mis orígenes en ese humilde complemento. De manera que usaré calcetines blancos o de cualquier color que lleguen al cajón de mi ropa.

martes, 5 de octubre de 2010

Solitarios

Desde hace un tiempo me ha tocado estar sólo buena parte del día. Y aparte de mi trabajo y de pocos quehaceres, me dedico a caminar aprovechando las últimas horas del día diurno. Camino o paseo por lugares adecuados, lejos de la estrechez de las calles. Voy por lugares donde sea visible una gran parte del cielo, para beneficiarme de la belleza de la luz y de las nubes. O frecuento límites terrestres con el mar: playas y muelles, donde las ciudades costeras te permiten mayor contacto con la naturaleza.

Allí es fácil encontrarte con muchos caminantes, si el tiempo lo permite. Es raro ver grupos de tres o cuatro personas. Más frecuentes son las parejas. Puedes oír lo que hablan los grupos e incluso algunas parejas. Algunas aprovechan el momento de ocio para discutir. Sin embargo la mayoría hablan quedo mirando al frente, con la confianza de la asiduidad de muchos años o con el fervor de los enamorados.

Pero aún más numerosos son los caminantes solitarios. Unos van muy rápido, como cumpliendo un mandato médico, con la mirada fija y el ceño fruncido, descuidados del lugar por el que pasan. Otros van con auriculares y micrófono, hablando a grandes voces al vacío, locos de manos libres. Otros van con auriculares también, absortos, dejándonos con la intriga de saber qué van escuchando. Muchos, da la impresión, caminan por esos lugares como podrían hacerlo por cualesquiera otros, tal parece la ignorancia del lugar que pisan. Otros, finalmente, no caminan tan rápido; de vez en cuando dirigen miradas al mar y a las nubes y cuando nadie los mira, sonríen. Entre estos procuro estar yo.