martes, 27 de julio de 2010

Rosalía se levantó de la cama (V)

Se acercaba el tiempo de Carnaval. Y Rosalía, con esos aires de libertad que ahora respiraba, empezó a darle vueltas a una idea que nunca se le habría ocurrido antes. Es curioso, pensaba, cómo le vienen a una las ideas a la cabeza. Parece que somos dueños de ella, que pensamos lo que queremos o porque somos lo que somos. Pero unas cosas se nos ocurren en determinadas ocasiones y otras jamás saldrían a la luz. Y la única explicación que se me ocurre es la diferente situación personal en la que podemos encontrarnos.

Se daba cuenta perfectamente de que en su vida anterior con Fermín jamás se le hubiera ocurrido disfrazarse por Carnaval. Ni siquiera con el disfraz más tópico e insignificante. Pero ahora le apetecía hacerlo. Y con un disfraz que revelaría una vocación que nunca se le había ocurrido revelar a sus padres. Una vez, animada por el vino en una cena con un grupo de amigos, lo había contado habiéndole llegado el turno de respuesta a la pregunta de qué habrías querido ser si no fueras lo que eres. Cuando ella reveló su frustrada vocación estallaron las risas. Pero Fermín la reprendió de una forma inusitada cuando volvieron a casa. Después, cuando volvieron a reunirse con los amigos, comentó en varias ocasiones lo que alteraba el vino a su mujer para llegar a decir las cosas que decía, que nada más lejos de lo que en realidad sentía Rosalía, etc.

Por eso sonrió cuando le vino a la mente dar realidad a esa idea que antes no se le habría ocurrido. Habló con Ángel. Escuchó muy sorprendido pero no llegó a parecer contrariado. Estuvo un tiempo callado mirándola y finalmente asintió, algo divertido. La tarde del día elegido para disfrazarse estaba la confitería a rebosar. Había calculado la hora en que estaría más concurrida. Unos días antes había hecho algunas compras y, fuera del horario de su trabajo, había hecho unos pequeños arreglos en un ángulo del salón de la confitería. Finalmente, con el salón lleno a la hora elegida, se acercó sigilosamente a la puerta del establecimiento, la cerró con llave y puso el cartel de cerrado. Después se dirigió al pequeño cuarto en el que se cambiaba al llegar a su trabajo. Allí se encontraban también los commutadores de la iluminación y el reproductor de la música que podía oírse en los altavoces de la confitería.

Come on babe
Why don’t we paint the town
And all that jazz...
I’m gonna rouge my knees
And roll my stockings down
And all that jazz...


El numeroso público que llenaba el establecimiento guardó un inmediato silencio al empezar a oírse la música, pero sobre todo con la sorprendente aparición de Rosalía. Llevaba un vestido de lentejuelas de escote pronunciado y muy corto, que apenas sobrepasaba las nalgas, y medias de malla negra con zapatos de tacón alto. Se había maquillado mucho resaltando sus ojos, lucía coloretes en los pómulos y sus labios muy rojos parecían proyectar una boca inmensa que abría, simulando con la perfección lograda tras varios ensayos, cantar la letra de la canción que sonaba.

Start the car
I know a whoopty spot
Where the gin is cold
But the piano’s hot
It’s just a noisy hall
Where there’s a nightly brawl
And all...that...jazz


Rosalía se movía por el minúsculo escenario con una soltura y una facilidad admirables, haciendo sencillos pasos de baile al compás de la música. Sonó otra canción nada más terminar la anterior y cuando acabó ésta Rosalía dio por terminada su actuación. El público de la confitería, sorprendido por la brillante representación pese a lo exiguo de los medios y al decorado, prorrumpió en un larguísimo aplauso que Rosalía aumentaba aún más con sus sucesivas entradas y salidas del cuarto de cambiarse.

Rosalía habría querido ser cabaretera. Le gustaba ese mundo de luces y música vibrante del escenario, le gustaban las canciones de ritmos animados y pegadizos, con letras de doble sentido que escandalizaban y desafiaban a ese mundo dominante de los hombres. Sólo eso le gustaba y no cualquier otra interpretación del oficio, aunque para ello hubiera que mostrar las piernas y llamar la atención con su cuerpo. Las piernas, la única parte de su anatomía con la que no estaba conforme, con muslos demasiado gruesos y rodillas anchas. De no ser por ellas...

Finalmente se encendieron las luces y todo volvió a la normalidad. La inesperada cabaretera reapareció con su bata cruzada de siempre y el público la siguió con otra ovación hasta el mostrador. Ángel la felicitó desde la pequeña ventana del obrador, a donde ya había vuelto tras presenciar su actuación. Rosalía volvió a abrir la puerta de la confitería y todo volvió a ser como siempre.

Rosalía se levantó de la cama (IV)

Rosalía se sintió satisfecha tras el mostrador. Acababa de abrir la confitería al público y aún no había llegado ningún cliente. Repasó lo que había sido el último año de su vida. El imbécil y ella no habían tenido hijos. Al principio de su matrimonio Rosalía pensaba que se habían casado por amor. Así había sido en lo que respecta a ella, lo creía sinceramente.

Después se dio cuenta de que Fermín estaba enamorado de su posesión, no de ella. Rosalía había sido educada aún en la costumbre de considerar que la mujer sóla no puede valerse por sí misma a lo largo de la vida. Que su vida estaría incompleta sin hijos y que para ello tandría que casarse y depender de un hombre. No es que sus padres hubieran sido muy tradicionales, pero las pautas más o menos conscientes de su propia educación le habían sido transmitidas a la hija como sin quererlo.

Y así entró en su vida Fermín, ya desde su adolescencia en el instituto. Era unos años mayor que ella, alto, guapo, muy risueño y hablador. Rosalía pensaba que había elegido bien, viendo el interés y envidia que suscitaba entre las amigas su elección. Y casi sin pensarlo pasaron años de noviazgo, mientras ella acababa sus estudios previos a una carrera superior. Y cuando Fermín volvió de la universidad, ella ya no tuvo opción de entrar en ella. Le propuso que se casaran para poder desplazarse juntos por las diversas ciudades en las que Fermín debía asentarse y trabajar. Rosalía hubiera querido ser maestra, tenía vocación y dotes, pensaba. Pero se dejó aconsejar por una madre débil y un padre que veía con alivio el casamiento de una de sus hijas. Además todo el mundo consideraba que aquella era una pareja ideal con un futuro prometedor de prosperidad e hijos. Y Rosalía se sentía enamorada. Su noviazgo había hecho que quisiera a un hombre alegre, siempre contando chistes, detallista, obsequioso, con un gran número de amigos con los que casi siempre salían a comer, a cenar, a tomar copas y bailar...

Pronto se reveló sin embargo que ése era otro Fermín que quedó olvidado al poco tiempo de la boda. Marcharon a otras ciudades, quedaron sin sus amigos de siempre y se vieron enfrentados a una vida de pareja que antes no habían tenido. Él se sintió sin su público. En cada lugar realizaba un gran esfuerzo por rodearse de gente, de amigos. Pero ya no era como antes, ya no eran los amigos de siempre. Y Fermín se volvió serio, seco, en la soledad de la pareja. Pasaban días sin que hablaran más que entre ellos, aparte del trabajo de Fermín y de las salidas de Rosalía para las compras. Ella se quedaba en casa, hacía las pocas tareas necesarias para los dos, preparaba la comida y esperaba que volviera Fermín del trabajo.

Pero él ya no era el de antes, el del noviazgo feliz, el simpático de la pandilla. Se volvió serio, taciturno en su vida de pareja. El trabajo de él, el cambio sucesivo de lugares, los sometió a un desgaste para el que él no estaba preparado. Rosalía seguía enamorada y contaba con recursos para afrontar alegre las nuevas situaciones por las que pasaban. Tenía su propio espacio interior, leía, acudía a clases de idiomas en las academias, a clases de cocina... En cada ciudad sabía planear su vida en las horas de ocio que le quedaban tras el cuidado de su casa y de su marido. Y esto a él, aún sin reconocerlo abiertamente, le irritaba mucho. No entendía cómo ella podía tener un espacio propio al margen de él, ella que ni siquiera tenía un trabajo en el que pudiera relacionarse con los demás. Veía que su bienestar se mantenía al margen del que él pudiera proporcionarle. Quedó patente entonces el tipo de amor que Fermín había sentido por Rosalía desde siempre. La había querido como la más importante de sus admiradores, como la preferida para sus risas. Y así la había incorporado a su vida, como algo suyo, como una fiel admiradora de su personalidad. En realidad Fermín no había llegado a reparar cómo era Rosalía, qué gustos tenía, qué podía interesarle.

Comprobó que ella llevaba a cabo con naturalidad y satisfecha su papel de mujer que se queda en casa, que afronta las dificultades de los sucesivos cambios de residencia, que incluso toma iniciativas para hacer feliz su propia vida al margen del marido. Y esto empezó a amargarle, a molestarle, que ella pudiera organizar su propia vida y esperar contenta por las tardes a que él regresase. Comenzó a importunarla con celos, a sospechar que ella tenía contactos masculinos para alegrarle la vida. Insistía que sus clases de idiomas, sus salidas, no tenían más que ese fin. Ella escuchaba asombrada los reproches de su marido y aunque al principio los tomó como un indicio del fuerte amor que debía sentir por ella, pronto se le volvieron molestos y absurdos, pues seguía seguía enamorada de él como antes. Después, cuando él se dio cuenta de que sus acusaciones eran completamente infundadas y que estaba cayendo en el ridículo, comenzó a criticar sus actividades fuera de la casa, echándole en cara que se aburría con él, que ya no le quería y que buscaba otra vida fuera de él.

Rosalía aceptó el cambio de su marido como algo relacionado con el ‘stress’ de su trabajo, con el cambio de lugar de residencia, y no le daba mayor importancia pensando que cuando pudieran volver a su ciudad de origen, todo volvería a ser como antes. Pero la mayor parte del tiempo estaba huraño, poco hablador, se mostraba aburrido con ella y no deseaba ir a ninguna parte los fines de semana. Y ella empezó a darse cuenta de cómo la quería su marido, cómo la había querido siempre: como una cosa, como una propiedad suya, que estaba allí para reírle las gracias, para no tener otro ocio y otra vida que él. Se dio cuenta de que Fermín nunca se había interesado por saber cómo era ella realmente. Vio claramente que su marido nunca la había querido por sí misma, sino como un apéndice de él.

Y poco después advirtió horrorizada los primeros indicios de engaños. Fermín empezó a regalarle ropa interior, él que nunca lo había hecho. Al principio lo acogió gustosa y sorprendida, un poco divertida ante los gustos exagerados y algo exóticos de su marido. De hecho ahí empezó el interés que ella se tomó posteriormente por su ropa interior. Pero esos regalos eran una pobre disculpa ante sí mismo de lo que él había empezado a hacer poco tiempo antes. Fermín había empezado a tener citas con compañeras de trabajo, con las que empezó a tener suerte mediante alguno de estos regalos. Algunas llamadas telefónicas con silencio al otro lado de la línea, algún olor a perfume y un progresivo desinterés por las relaciones íntimas entre ambos advirtieron a Rosalía que Fermín había empezado a tener relaciones más que amistosas con otra u otras mujeres.

Ella le indicó sus sospechas, muy dolida y alterada. Él lo negó, pero se atrevió a decir que tal conducta podría ser el resultado del progresivo desinterés que, según él, ella había tomado por su vida de pareja. Comenzaron las discusiones y el deterioro de su relación. Y llegó el momento en que Rosalía se dio cuenta de que había dejado de quererle. Se dio cuenta de que no tenía sentido seguir viviendo al lado de una persona como Fermín, que se había revelado como un desconocido con el paso del tiempo, como un doble que hubiera estado escondido tras la apariencia que ella siempre había conocido en él.

Pero qué hacer. Cualquier cambio de rumbo en su vida se le parecía una hazaña imposible. Dar la noticia a sus familias, encontrar caras de incomprensión, de rechazo. Nadie se pondría en su lugar, nadie advertiría el sinsentido de continuar una vida como la suya. Y por otro lado, ¿cómo viviría?, ¿cómo podría independizarsede su actual situación. No había podido llegar a estudiar una carrera, tendría que trabajar donde pudieran aceptarla. Así pasó unos meses, duros, muy duros, en los que paulatinamente fue comunicando a sus parientes y conocidos su decisión de separarse, a la vez que sus relaciones con Fermín se habían ya vuelto inexistentes. Dormían en camas separadas y aunque Rosalía se esforzaba por evitar las discusiones, Fermín encontraba cualquier pretexto para zaherirla por la situación a la que habían llegado, acusándola de ser la causante, la que había hecho que todo se desencadenara de aquella manera.

Finalmente alguien le comentó a Rosalía que Ángel, el confitero, había quedado viudo. Ángel había sido un amigo y compañero de estudios en su ciudad natal y siempre se habían saludado con simpatía en las ocasiones en que se necontraban por la calle. Sin pensarlo, aferrándose a una lejana posibilidad, Rosalía le escribió una carta de pésame en la que le decía que pensaba regresar a la ciudad en breve y que buscaba trabajo, sin mencionarle su situación con Fermín. Ángel contestó inmediatamente ofreciéndole trabajar en la confitería, si se atrevía a ello y no le disgustaba, ya que el trabajo sería mucho y nuevo, quizá poca cosa para Rosalía, que había querido ser maestra.

Ella no lo dudó. Un día a la vuelta del trabajo, Fermín se encontró una carta en la que le comunicaba su decisión de dejarle. Volvía a su ciudad, pensaba trabajar y ya le enviaría los papeles del divorcio. Fermín tardó mucho tiempo en aceptar la situación. Sentía que algo suyo, una cosa que poseía, se le escapaba, algo muy atado a él a lo que estaba rutinariamente acostumbrado. Sintió el vacío de un mueble en el que se había acomodado durante mucho tiempo y sintió rabia. Durante un tiempo la persiguió con sus quejas y reproches, a la vez que intentaba recuperarla con promesas de cambio en él. Que la dejaría hacer sus cosas, sus aficiones y que nunca volvería serle infiel.

Pero Rosalía ya se había ido y las cartas de Fermín que le hacía llegar su familia dirigidas a ella quedaban sin respuesta. Y así empezó su nueva vida. Encontró un pequeño apartamento cerca de la confitería y el acuerdo laboral con Ángel no planteó problemas. Si Fermín había vivido tanto tiempo con ella ignorándola, desconociéndola, sin quererla a ella sino a una mujer que simplemente lo acompañaba en su vida, ella podía ahora perfectamente vivir sin él, vivir su propia vida, una vida independiente, libre, ilusionada ante el futuro.

Rosalía se levantó de la cama (III)

Ninguna de las señoras del numeroso grupo volvió en los días siguientes. Hasta que poco a poco, como en un lento pero continuo goteo, empezaron a aparecer, de dos en dos, de una en una, motivadas tal vez más por la intriga que les sugería el personaje que encarnaba Rosalía que por la presunta ofensa de su extraña conducta. Así fueron volviendo hasta que nuevamente se completó el grupo. Habían visto quizá que Paquita iba a última hora y estaban ansiosas de novedades, de espiar a alguien que ofreciera alicientes de los que hablar, ya que sus propias vidas estaban fatalmente condenadas a una estéril rutina y aburrimiento.
- Buenos días, Rosalía.
- Buenos días, Carlos. ¿Lo de siempre?
- Sí, por favor.

Hacía ya un tiempo que Rosalía encontraba algo cambiado a Carlos. Además de su habitual afabilidad y timidez había en su cara como un aire de tristeza. En cierta ocasión ya le había preguntado por ello, pero Carlos se había limitado a sonreir sin decir nada. Dada la confianza que había tomado con él, de vez en cuando Rosalía volvía a preguntarle pero él insistía con una sonrisa en que no ocurría nada. “De hoy no pasa, tengo que saber qué le ocurre”, pensó. Y cuando fue a llevarle su habitual pedido, tras servirle quedó delante de su mesa y le dijo en voz queda y amable:
- Perdona la confianza, Carlos, pero ha llegado a preocuparme el aspecto abatido que tienes en los últimos tiempos y me gustaría saber si tienes algún problema. Me parece que algo se me ha pegado del afán de saber de algunos de mis clientes –dijo, como disculpándose, con una sonrisa.
Carlos la miró durante un instante, después bajó la mirada y dirigiéndola al vacío contestó quedamente y como avergonzado.
- Verá, Rosalía, no es como para contarlo... y por Dios se lo pido que no me malinterprete... usted entenderá que no le haya dicho antes nada... Mire, sabe que yo tengo un buen conformar en la vida, que no me preocupa casi nada, que vivo al día y pongo buena cara a todo, ¿no es verdad?
- Sí, efectivamente, por eso eres uno de mis clientes más apreciados.
- Gracias... Pero hace ya mucho tiempo que... que no tengo cerca a una mujer y no veo el modo de llegar a tratarme con una... Le ruego, Rosalía, que no me malinterprete, esto no tiene que ver con usted...
- Bueno, y aunque así fuera, que no lo es, yo ya te diría si me apetece conocerte más o no. Eso es cosa mía. No te preocupes, verá cómo sin tardar mucho podrás tener cerca a una –y dando media vuelta volvió detrás del mostrador.

Rosalía siguió con sus cosas pero continuó pensando en la causa del abatimiento de Carlos. Le caía bien ese muchacho, unos veinte años más joven que ella, y le hacía gracia que algo tan sencillo pudiera afectarle hasta tal punto. “Seguramente no es como los demás y no frecuenta los bailes o cafeterías de los de su edad”, pensaba Rosalía. Pero casi al instante se le ocurrió una idea que en su fuero interno se propuso poner en práctica.

Paquita empezó a venir a la hora en que venía Carlos. Y paulatinamente, al cabo de un tiempo, dejó de acudir a última hora a la confitería. Una tarde, mientras Rosalía servía su pedido a una de las señoras del grupo más numeroso, le dijo la que parecía llevar la voz cantante del grupo, la que había comentado una vez lo satisfechas que estaban con ella:
- Rosalía, ¿estás a gusto trabajando aquí?, ¿te habría gustado quizá haberte dedicado a otra actividad?
- Si le digo la verdad, me atrae mucho el oficio de alcahueta –contestó Rosalía, causando un nuevo estupor en la cara de las presentes.
- ¿Cómo?
- Sí, es una actividad que me gustaría llevar a cabo aquí.
- ¿Qué?, sólo faltaría eso –comentaron varias de las presentes soliviantadas.
- Pues sí, comentó Rosalía con naturalidad –y salió del saloncito.

martes, 6 de julio de 2010

Rosalía se levantó de la cama (II)

- Esa va a por Ángel y a quedarse con la confitería.
Rosalía quedó paralizada durante un momento. Deseó que nadie más hubiera oído esa frase aislada en medio del murmullo del establecimiento. Siguió atendiendo a clientes que aguardaban delante del mostrador. Y le pareció que algunos la miraban con especial significación. Se puso fuertemente colorada pero consiguió mantenerse en calma como si nada hubiera pasado.
Procedía del grupo de señoras que tomaban café y un pastel en la merienda. Solían reunirse algunos grupos a diferentes horas de la tarde. Aquel era el más numeroso. Cuando más tarde se disgregó, Rosalía escrutaba la voz y el rostro de cada una de ellas al acercarse a pagar su consumición. La última de ellas le dijo:
- Estamos muy contentas de venir aquí y de que tú nos atiendas. La viuda –dijo haciendo un gesto hacia el obrador- era muy desagradable –y marchó con la mejor de sus sonrisas.

A Rosalía no le gustaban los grupos que se reunían en el saloncito. A veces eran numerosos, como éste. Y cuando eran tantos los interlocutores se generaba un molesto ruido que invadía el espacio de la entrada a la confitería donde estaba habitualmente ella tras el mostrador. “Ya tengo lleno el gallinero” -pensaba Rosalía.

Generalmente los grupos tan grandes daban lugar a varias conversaciones cruzadas. En ocasiones había sorprendido a señoras que hablaban y escuchaban a la vez en el paroxismo del éxtasis, tanta era la necesidad de soltar algo imperiosamente motivada por la novedad de la maledicencia. Rosalía entraba y salía del pequeño salón con una ligera sonrisa en los labios producida por el espectáculo que presenciaba. “Cuánto parloteo y qué poca comunicación” –pensaba.

Prefería con mucho a los tríos y parejas, aunque tampoco ese número era garantía de que hubiera algo más que parloteo. Por eso los clientes que más podían llamarle la atención eran los que entraban y se sentaban sólos en el saloncito. “Ésos, si hablan, tienen que hablar consigo mismos, y no creo que parloteen”.

Como Paquita. Paquita entraba sóla todos los días a última hora de la tarde, una media hora antes de cerrar. Por su aspecto parecía inmigrante y se evidenciaba el tipo de actividad a la que se dedicaba. No era muy alta pero calzaba unos zapatos con un altísimo tacón. Llevaba una exagerada minifalda que le permitía lucir unas piernas muy atractivas y un escote que parecía invitar a asomarse. Su voz y su carácter eran dulces, como contrastando con la agresividad sexual de su atuendo. Ya casi no quedaba nadie en el establecimiento, lo que sin duda debía animarla a entrar. Rosalía la atendía con la misma amabilidad que al resto de los clientes, sin que se la notara forzada ni alterada por ello. Paquita pedía un pastel y un café con leche y se sentaba en un rincón del saloncito, haciendo que los escasos clientes –si alguno había- volvieran sus cabezas muy sorprendidos. Probablemente iniciaba así Paquita, con un momento dulce, su cotidiana actividad al caer el día.

Cada vez que, en otro momento de la tarde, entraba el grupo más numeroso de señoras y la saludaban, una por una, con su sonrisa más abierta, Rosalía no dejaba de pensar qué tipo de lección podrían recibir aquellas señoras para dejar de ser como eran. O tal vez –pensaba- era imposible para ellas el abandono de su acariciada costumbre de hablar mal de los demás. Y si esto es así, y probablemente lo fuera, pensaba qué podría hacerse, cómo podría alguien protegerse de la maledicencia y la calumnia. Acercarse a ellas, servirles su comanda mientras ostentosamente mostraban su falsa amabilidad, se le volvía insufrible a Rosalía. Podría, pese a ello, haber seguido así, hasta acostumbrarse a ser objeto habitual de los comentarios de sus clientas. Después de todo no tenía por qué apreciarlas, sólo atenderlas con su habitual sonrisa. Hasta que un día una idea cruzó por su mente y aunque al principio fue rechazada, finalmente se impuso en lo que sería su decisión al respecto. “Si es imposible cambiar a ese tipo de gente, me niego a seguir siendo su víctima. Les haré ver que no me importa lo que digan de mí, ni bueno ni malo. Y además, ¿qué tiene de malo ir a por Ángel y quedarme con la confitería, si fuera cierto?, ¿qué hay de vergonzoso en algo que se puede hacer sin ofender a nadie, salvo, por lo que parece, a mojigatas como ellas?”.

Ese mismo día, cerca ya de la hora de cierre, entró Paquita como era costumbre. No quedaba ya nadie en el saloncito y cuando Rosalía fue a servirle su habitual pedido, le pidió permiso para sentarse junto a ella y se puso a hablarle quedamente. Cuando terminó, Paquita esbozó una animada sonrisa y rechazó firmemente un billete de banco que Rosalía le ofrecía.

Al día siguiente, cuando el pequeño salón estaba en su apogeo de grupos de señoras, entre ellos el más numeroso, entró una clienta no habitual para la clientela de esas horas. Avanzó Paquita luciendo su pequeño pero espléndido cuerpo, vestido como era habitual en sus horas de actividad nocturna. A su entrada bajó momentáneamente el nivel sonoro de la pequeña sala, lo que fue perfectamente audible para Rosalía tras el mostrador en la sala contigua. Y una vez que tuvo preparados el pastel y el café con leche, Rosalía entró en el saloncito. Sirvió despacio y con especial amabilidad a Paquita y después dejó la bandeja en un asiento y se sentó junto a ella. Hablaron unos instantes hasta que notaron que se hacía un profundo silencio en torno a ellas. Y finalmente se fundieron en un profundo, intenso y prolongado abrazo que terminó con un suave beso en los labios. Rosalía se levantó a continuación y salió para continuar con sus quehaceres, mientras notaba las caras de estupor que la seguían hasta que salió del pequeño salón.

lunes, 5 de julio de 2010

Bhartrihari (I)

En el principio fue la creación. Pero aún antes, sé por mis antepasados que existía la Negrura. El Pensamiento no podía alcanzarla, y estaba como sumida en un profundo sueño. Pero después, El Que Existe Por Sí Mismo despejó la Negrura y creó el Universo. Con su pensamiento creó las Aguas, y dejó caer su semen en ellas. Su semen se convirtió en un huevo de oro, y El Que Existe Por Sí Mismo nació en el huevo como Brahma, padre del mundo. Allí habitó un año entero y después lo dividió en dos mitades, que fueron el Cielo y la Tierra, y entre ellos hubo el Espacio Intermedio, los Ocho Puntos Cardinales y la morada eterna de las Aguas. Después produjo el Pensamiento, y del Pensamiento, el Yo. También creó el Alma, las Tres Cualidades: Bondad, Ignorancia y Pasión, y los Cinco Órganos de los sentidos.

De Sí mismo y de tales elementos han nacido todos los seres, junto con sus nombres, acciones y condiciones: los dioses, los hombres, el tiempo, la austeridad, la palabra, el placer, el deseo y la cólera. Para distinguir las acciones, creó Brahma el Mérito y el Demérito, e hizo que todos los seres fuéramos afectados por los pares de los contrarios, como Placer y Dolor. Y para la prosperidad del mundo, hizo surgir a los Sacerdotes, los Guerreros, los Artesanos y los Siervos de su boca, sus brazos, sus muslos y sus pies.

Esto he sabido por mis antepasados y he aprendido cuidadosamente en mi niñez.
La parte más pura del hombre es del ombligo para arriba, y lo más puro de la parte más pura es su boca. Pertenezco a la casta de los brahmanes, y mis antepasados nacieron de la boca del Señor. Por eso, y porque conocemos los Vedas, somos los señores de la Creación.
Aunque las Escrituras no lo consideran correcto, todos los hombres actuamos a impulso del deseo. Yo he decidido dejar aquí constancia de lo mucho que he pecado, por lo mucho que he llegado a desear. Bien es verdad que ya en este mundo he sufrido por ello. Pero dejo a mis descendientes, a quienes va dirigida esta obra, el encargo de juzgar mi vida, y ojalá que ellos la deploren y les sirva de ejemplo de lo que no deben hacer, pues su antepasado no está muy seguro de su arrepentimiento por lo muy feliz que ha llegado a ser. Dos veces he estado a punto de ser arrojado de mi casta, por ateo y menospreciador de la Revelación y la Tradición, pero los buenos oficios de mis parientes lograron impedirlo.

Nací en la ciudad sagrada de Ujjayini, en Malava, y pertenezco al linaje de Vikramaditya. Miel y mantequilla fueron mis primeros alimentos antes aún de que fuera cortado el cordón que me unía a mi madre. Y a los doce días, en un día felizmente auspiciado, mi padre me llamó Bhartrihari, en homenaje a Nuestro Señor Vishnu Preservador. Más adelante, en el tiempo prefijado recibí la tonsura y la iniciación como miembro de los nacidos dos veces. Vestí ropa de lino, la piel de un antílope negro y ceñí un triple cordón hecho de hierbas. Y tras mi segundo nacimiento, hube de observar las normas propias de mi casta y comencé el estudio de los Vedas. Durante varios años alimenté el fuego sagrado, pedí para comer, dormí en el suelo y honré a mi maestro, recibiendo de él las enseñanzas de los Vedas, los Sutras y las Upanishads. Pues desde niño se me ha dicho que no confieren grandeza los años, las canas, la riqueza o el linaje, sino el conocimiento de las Escrituras.

Como un cochero sus caballos, un hombre sabio debe refrenar sus sentidos, que corren salvajes entre atractivos placeres. Pero, pese a haberlo intentado, esa sabiduría se me ha escapado siempre en el último momento, se me ha escurrido de los mismos dedos que sentían los placeres. Así una y otra vez en cada intento. No he sido un buen ejemplo de mi casta y tiemblo por mi existencia futura, que me procurará los dolores que he tratado de rehusar, con mejor o peor éxito, a lo largo de mi vida.

Sé que ofendo a la Revelación y a la Tradición recibidas por mis antepasados, pero siempre he pensado que el deseo está en nuestra naturaleza y no puedo matar el deseo si no quiero dejar de ser hombre. El deseo no se apaga ni aún consumiendo sus objetos. Más aún, se renueva alimentado, por eso sospecho que está en nosotros para que podamos seguir viviendo. Respeto a los ascetas, pero los ascetas que sobreviven con un mínimo deseo lo hacen con la esperanza y el deseo de una inmensa felicidad futura que desconocen. Y así esperando ser más que hombres no viven como hombres. Yo nunca he tenido esa ambición. ¡Que los manes me perdonen!

Todos los días, tras haberme purificado por el baño, vertía agua en honor de los dioses y santos, veneraba sus imágenes y alimentaba con leña el fuego sagrado. Y durante muchos años me abstuve de miel, carne, perfumes, guirnaldas, especias y de la compañía de mujeres. Caminaba descalzo, libre de deseo, ira, codicia, y no me permitía el canto, el baile o tañir instrumentos. Y todos los días debía mendigar mi comida. Arriesgo ser un asno en mi próximo nacimiento, pues en más de una ocasión defendí a mis condiscípulos cuando nuestro maestro censuraba nuestra pobre colecta de comida. Sin embargo creo que peores nacimientos me aguardan, si no acumulo buenas obras en lo que me queda de vida, que compensen aquellas malas.


II
Parecía que mi vida no tenía otro ritmo que el que he expuesto cuando un suceso del que aún hoy me avergüenzo, vino a turbarla. Cerca de mis dieciocho años, entró a formar parte de las mujeres de mi maestro una joven viuda, su cuñada. Confieso que no sólo era la más joven sino también la más bella. Su presencia en los avisos que daba a su marido mientras ejercía de maestro despertaba en algunos de nosotros un vivo interés que ahora explicaré. Tenía unos ojos inmensos de un fondo blanquísimo en el que destacaba el castaño oscuro de su iris. La nariz era resuelta y la boca grande de gruesos labios enseñaba dos hileras de dientes blanquísimos cuando sonreía. No era tan fuerte como las otras esposas y esto, junto al hecho de que era la encargada de hacer todo lo que las demás evitaban, hacía que la viéramos muy a menudo fatigada. Su belleza y su fatiga movía nuestro corazón y nuestros ojos, que la seguían mientras pronunciábamos con ritmo monótono nuestros mantras.

Un día, terminada la recitación, emprendí un paseo por las cercanías de la casa de mi maestro. Y enseguida la vi, junto a un pozo próximo, ocupada en sacar agua. Corrí a ayudarla, disfrazado de deferencia, en lo que yo veía su esfuerzo, y ella, tras un primer momento de extrañeza, me ofreció sonrisa y acatamiento, pues era de una casta inferior. Más de cerca, me conmovió su belleza y la sentí con toda la pasión con que se mueve el corazón de un joven. A partir de aquel día, yo busqué con la osadía del hombre los ojos de la joven esposa de mi maestro, a cada ocasión en que se justificaba su presencia. Y cuando ella notó mi insistencia, respondió con el temor y la dignidad escritos en sus ojos.

Adivinarás que también volví al pozo a la hora en que ella acudía. En las primeras ocasiones Devi, nada más verme, precipitaba su quehacer y se alejaba aún antes de que yo me hubiera acercado. Hasta que al fin se acostumbró a verme y aceptó mi saludo. Pero apenas levantaba sus ojos si no era para mirar a hurtadillas a los alrededores, por miedo a que la vieran las otras esposas. No sería pequeño el motivo de culpa atribuido ante su nuevo esposo. Dice la ley que el discípulo saludará a la esposa de su maestro abrazándole sus pies, pero que se abstendrá de hacerlo si es joven. Quise intentarlo en alguna ocasión pero fue inútil. Yo me acercaba, observaba a cierta distancia el cubo y sus manos. Y robaba ávidamente sus miradas, al principio escasas.
Pero poco a poco su soledad, su aislamiento, su nueva y extraña situación hicieron que empezara a ver en mí el único apoyo cálido que tenía. Y permitió a sus ojos descansar en este pobre estudiante más largamente, sin desaparecer del todo su natural recelo. Yo, viendo que al fin eran correspondidas mis miradas, me llené de alegría y ya nunca falté a la cita del pozo.


III
De modo que tras mis abluciones y deberes sagrados antes del crepúsculo comencé a compartir el fin del día con Devi, primero en silencio, después con aislados comentarios sobre su trabajo y mi guru. Tras los cuidados iniciales pronto se abandonó a mis palabras y yo pude inquirir todo de mi acompañante: de dónde procedía, cuál era su origen, cómo había llegado a casarse una vaishya con un brahmán. Su joven marido, el menor de los hermanos de mi maestro, se había apasionado hasta tal punto que había olvidado su casta y la había desposado, pese a las protestas de sus padres y hermanos. Los padres de Devi, halagados con tal reconocimiento, rompieron un compromiso anterior y la ofrecieron con una buena dote. Ella, obediente a sus padres y consintiendo en que no podría haber mejor casamiento en el futuro, había aceptado. Su vida en común había sido suave, mecida por el amor de su esposo, sin llegar a igualarlo en su pasión.
Pero su muerte tras una rápida enfermedad fue vista como un castigo por la familia, y la joven viuda pasó a depender, como la tercera esposa, del hermano mayor. Así lo establecía la ley. Mucho más joven que ellas y de inferior casta, fue tratada como la hija única y tardía que debía ocuparse de todas las labores de la casa, ya que en la familia de mi maestro no había habido nunca descendencia.

Todo esto me contaba con su voz suave, acompañada de breves y lentos gestos de sus manos. Y mis ojos no sabían dónde detenerse más tiempo, si en las manos que escribían su relato, en su boca de blanquísimos dientes, o en sus ojos grandes, rasgados hacia atrás con la forma del loto. Ella hablada ganada ya la primera confianza, fingiendo ignorar mi rostro embelesado o pensando quizá que era conveniente ignorarlo.

Así conocí otro mundo que el que me había dibujado mi maestro, el mundo de las mujeres, indigno para un hombre. Y supe entonces la fortuna que me había correspondido naciendo brahmán. Nada envidié o deseé de todo lo relatado por Devi, salvo a ella misma, que más dentro se acercaba a mi corazón, absorbida por mis sentidos.

Yo escuchaba en la luz vespertina sus palabras dulces y me preguntaba por el sabor de su boca, que a pesar de la distancia que guardaba, despedía hasta mí el olor dulce de las semillas de cardamomo. Volvíamos por caminos distintos a la casa del maestro y yo comenzaba mi sueño con ella en mi pensamiento. Y después, con la efusión de mi semen, ¡cuántas veces desperté al amanecer temiendo haber roto mi voto! Dudaba si en mi sueño había consentido, y angustiado volvía a mis recitaciones tras haberme lavado, deseoso de no haber posado nunca mis ojos en ella.


IV
Tan dulce se volvió nuestra costumbre que ni un sólo día faltábamos a nuestra cita. Hasta que poco a poco la languidez de nuestros gestos y la intensidad de nuestras miradas al despedirnos hizo patente el sentimiento mutuo que había ido naciendo entre nosotros. Advertí con júbilo que Devi comenzaba a devolver mis gestos con la misma afección con que yo le enviaba los míos. Finalmente ella escuchó un día con sus ojos bajos y un intenso oscurecimiento de su piel el río de emoción de mis palabras, confesándole mi devoción por ella. No hubo gestos, ni siquiera una leve aproximación. Hablé detalladamente de cómo se curvaban sus pómulos hasta la barbilla, cómo iluminaban sus ojos el atardecer y cómo brillaban sus dientes a cada sonrisa.

Ella escuchaba en silencio como si fuera la primera vez que oía aquellas palabras. Dejé de hablar y ella súbitamente se volvió y marchó apresuradamente. Pero volvió al día siguiente y al otro, en que ya no oculté mi sentimiento. Ella escuchaba siempre en silencio, sin la primera turbación con que había reaccionado a mis palabras, pero parecía deleitarse con ellas, saborearlas como si recibiera su primer alimento en el día. Y a la vez se instaló en nosotros la culpa y el temor a ser descubiertos por alguna de las esposas o por alguno de mis condiscípulos.

Comencé a pensar cómo podríamos librarnos del temor a ser descubiertos. Hasta que recordé la existencia de una pequeña choza a la orilla de un pequeño río próximo. Nadie parecía hacer uso de ella y aunque no tenía buen aspecto se mantenía en pie con su techumbre de fibras trenzadas. Tal vez había sido el refugio de un pescador habitual, ahora abandonado. Cuando le mostré a Devi la posibilidad de reunirnos en la pequeña choza del río, reaccionó instintivamente en contra pero después quedó pensativa. Suponía dar un paso inequívoco en la dirección que tomaban nuestros encuentros y eso la asustaba, pues ya no habría vuelta atrás ni ante sí misma ni ante la familia del maestro y sus discípulos. Pues si podían dar lugar a habladurías nuestros encuentros junto al pozo, sorprendernos en la choza junto al río suponía ya la confirmación del pecado. Pero esto último parecía improbable y era conveniente que no surgiera rumor alguno acerca de la joven esposa y el discípulo.

Quedó pensativa y no respondió a mi sugerencia, ni esa tarde ni las dos siguientes. Pero al fin decidió no renunciar a verme, lo que sentía irremediable, y aceptó que nos encontráramos a la misma hora en la choza del río.

En nuestros primeros encuentros guardábamos la misma compostura que junto al pozo, aunque nos permitíamos sentarnos en el suelo arenoso e incluso reirnos con toda libertad cuando comentábamos ciertos incidentes del día. Era un lugar solitario, pero a veces llegaba hasta la cabaña el eco lejano de cánticos y recitaciones procedentes de un templo en las inmediaciones de la otra orilla.

Yo llegaba primero y esperaba dentro sentado. Ella acudía después y tras dejar la jarra con agua a un lado en el suelo, pues venía del pozo, se sentaba frente a mí. Y así seguíamos con nuestras charlas como si no hubiéramos cambiado de lugar de encuentro.


V
Se acercaba ya el final de la estación seca. Las primeras lluvias nos confirmaron en lo apropiado de nuestra decisión de acogernos a la seguridad de nuestra choza. El agua caía monótona, con un ruido sordo producido al caer sobre tierra. Debíamos levantar la voz, seguros aún así de que nadie podría escucharnos. Y nuestra confianza hacía que aún fueran más sonoras nuestras risas. Lo que yo provocaba con gusto, deseoso de contemplar los bellísimos dientes de mi amada. Y no era difícil, ya que yo tenía la labia propia de un estudiante brahmán ante la expresión de Devi, ávida de unos saberes prohibidos a las mujeres y más aún a las de casta inferior.

Yo recitaba himnos del Saber Versificado en honor de Mitrá y Váruna, de Agní, del divino Soma. Pero donde Devi se mostraba más interesada era en el Saber de los Atharvan. Los conjuros la fascinaban: bien le infundían temor, aquellos que buscaban el mal, el daño a los enemigos, bien la hacían sonreir cuando el deseo no era otro que la búsqueda de un pretendiente para alguna soltera cansada de serlo.

Devi me hacía inumerables preguntas, quería saberlo todo, era como una esponja ansiosa de empaparse con mis palabras. Y yo satisfacía su curiosidad con la vanidad de quien ya se consideraba un maestro, ante discípulo tan ávido de saber.

En una de esas tardes en que el tiempo transcurría tan grato para su atención y mis palabras, cesó repentinamente de llover y las nubes dejaron llegar sobre nuestra choza un rayo de luz que la iluminó como hasta entonces nunca la habíamos visto. Cesaron también mis palabras, en un silencio empujado por otro silencio. Una paz repentina inundó la choza, acompañada por el fuerte olor que desprendía la tierra. En ese momento comenzó a llegar hasta nosotros el sonido de una melodía procedente del templo próximo.

Ambos, con los ojos fijos en el suelo, escuchábamos aquella música lejana, aspirando el fuerte olor que impregnaba el aire y bañados por los tonos amarillentos que inundaban nuestra choza y hacían que su cabello brillara con matices jamás vistos hasta entonces. Ambos a la vez levantamos nuestros ojos y nos miramos largamente. Devi se me aparecía como en la representación mural de una diosa. Me sonreía como hasta entonces nunca había hecho, y así continuó durante un tiempo, como segura de un paso que iba a dar de forma inminente, mientras yo también sonreía con expresión de extrañeza inquisitiva.

Lentamente, muy lentamente, como si se dispusiera a ejecutar una danza, Devi comenzó a desprenderse de su sari. Una vez que se lo hubo quitado, lo extendió sobre el suelo de la choza, se reclinó echada sobre él y me extendió su mano.

Debo decir que todo lo que siguió a ese gesto constituye el hecho más importante de mi vida. Pues el poso dulce que dejó en mi alma ha sido la causa de una lucha dura y terrible que ha permanecido hasta el momento en que escribo mi historia. Todo lo que siguió a ese acto: mis viajes, mi vida intelectual y sus ideas, mi placer y mi dolor, fue impulsado o alterado por él.


VI
Devi sonrió al ver mi expresión atenta a cada uno de los pasos que ella acababa de seguir. Su mano continuó ofrecida mientras yo, finalmente, acerqué la mía levantándome y acudiendo a su lado.

Yo era muy joven aunque Devi todavía lo fuera. Pero ella sabía mucho que yo ignoraba. Y así en esta ocasión yo fui su discípulo y ella mi maestra. Renuncio a describiros la infinidad de pequeños actos que siguieron, todos como debidos a un designio secreto y misterioso. Actos detallados, lentos, repasados, llevados a cabo con una destreza sorprendente, en los que Devi parecía mostrar un conocimiento gustoso de encontrar aplicación en mi caso.

Tiempo después, en mi vida de corte, supe el origen de su ciencia, en la que las mujeres de su familia habían sido expertas y se cuidaban de transmitir. Así he asociado siempre el monzón fecundador a mi actividad en aquellos días, en los que me inicié como hombre antes aún de nacer nuevamente como brahmán.

Comprenderás, futuro lector de mi vida azarosa, si has llegado hasta aquí y continúas, que el joven estudiante de los Vedas no dejó de acudir ni un sólo día a la cita de la tarde. Prueba de nuestra juventud fue que ninguno de los dos oscurecimos nuestros encuentros con la nube del arrepentimiento. Sin duda sabíamos que donde habíamos llegado estaba el pecado y la peor ignominia. Pero éramos dos jóvenes que se habían dejado llevar por su deseo y la vida aún no nos había enseñado la dureza de los castigos merecidos.

No hubo vuelta atrás ni un atisbo de arrepentimiento. Devi parecía feliz encontrándose con este hombre joven que jamás la censuraba, que nunca le encargaba pesados trabajos, sino al contrario: aprendía de su saber reciente, de su palabra fogosa, y se sentía feliz por hallar al fin a un hombre rendido ante ella.

Todas las tardes seguíamos los mismos pasos. Yo llegaba antes y muy poco después Devi apartaba la pequeña portezuela de la choza. Nos mirábamos sonrientes y comenzábamos nuestra charla por las anécdotas del día, los menudos sucesos ocurridos en mis clases, los problemas habidos entre el maestro y los discípulos.Puesto que Devi nos conocía a todos, reía muchas veces al oirme contar los apuros que pasaban algunos de ellos que, siendo torpes como eran, hallaban gusto ocasionalmente en humillar a la última y joven esposa del maestro, omitiendo los actos de respeto y el acatamiento que le debían. Ella también me daba cuenta de las difíciles relaciones que mantenía a diario con las otras dos esposas, y no la risa, sino el coraje, provocaban en mí sus palabras, que me abrumaban con el peso del desprecio que Devi sufría y la humillación que ella sentía en su nueva familia.

Su relato, celestes dioses y tú, divino Deseo, hacía que fuera yo siempre quien tendía su mano el primero. Devi callaba y unía la mía a la suya. Y así nuevamente, en cada crepúsculo, iniciábamos el mismo rito en una ceremonia lenta y detallada en la que mi amante desempeñaba la función de varios sacerdotes: ejecutaba el sacrificio, murmuraba palabras y sonidos que yo apenas percibía, y al mismo tiempo vigilaba para que no hubiera defecto alguno en nuestros actos.

Así discurrieron todas las formas de la luna que veíamos al salir juntos de la choza, para inmediatamente separarnos y volver por caminos diferentes a nuestra casa común. Y un día en que nuestro furor igualaba al de la lluvia que caía, se abrió la portezuela de la choza y en el pobre marco de luz se dibujó la figura de la segunda esposa.

Rosalía se levantó de la cama (I)

Rosalía se levantó de la cama. Llevaba despierta desde las seis. Era lo común, dormir menos de lo que se dice necesario. No solía dormirse antes de la medianoche. Así venía ocurriéndole desde hacía años. Pero antes, cuando estaba casada, aún dormía menos, aunque se quedaba adormilada durante buena parte del día.

Se dirigió al baño y se miró al espejo. “Me gusto” -pensó. “Me gusto mucho y mucho más desde que dejé al imbécil”. Tenía unas leves ojeras, el rostro muy blanco y el cabello largo y negro, como sus ojos. En verano solía dormir con una camiseta y un tanga, el mismo tipo de bragas que usaba habitualmente. Se quitó ambas prendas y entró en la ducha. Al enjabonarse sus pechos y sexo sintió una leve voluptuosidad pero no quiso profundizar en ella.

Salió del baño y se dirigió a la cocina. Siempre se acordaba del imbécil cuando se disponía a desayunar. Recordaba su prolija disposición de platos, tazas, vasos, tarros, jarras, en la que empleaba buena parte de tiempo antes de avisarla, pues a ella no le estaba permitido entrar en la cocina hasta ese momento. Y el ritual de las tostadas, del aceite, de la mermelada, del café que sólo él podía hacer... Qué profundo tedio le causaban todos esos preparativos cuando, hambrienta, esperaba en la habitación poder desayunar de una vez.

Entró felizmente sola a la cocina y preparó al azar su desayuno, como solía hacer, alterando siempre el orden de sus movimientos. Primero el té, al que se había cambiado, luego las tostadas, el azúcar, el zumo, o justo al revés, y comprobaba alegre que siempre se le olvidaba llevar algo a la mesa, o le caía el azucarero sobre el mantel. Desayunaba despacio y al acabar bostezaba ruidosamente varias veces. “Qué felicidad, no tengo al imbécil mirándome con disgusto”.

Antes de vestirse se untaba y acariciaba todo el cuerpo con crema. Se masajeaba suavemente, sin dejar rincón alguno. Se ponía su ropa interior, todos los días diferente, exquisita, bella, pues sentía devoción por su ropa interior. Luego, en la confitería se ponía su bata cruzada sobre su ropa íntima, pues siempre hacía mucho calor debido al obrador que se encontraba muy próximo.
Abrió la confitería al público. Dentro ya se encontraba Ángel, el dueño, trabajando y estaba ya dispuesta una bandeja de pasteles en la ventana que comunicaba con el mostrador. Ángel había quedado viudo recientemente y se vio en la urgente necesidad de tener a alguien en el mostrador para atender al público. De este modo había entrado Rosalía a trabajar en su establecimiento.
- Buenos días –gritó por encima del ruido de una batidora.
- Buenos días –asomó la cara de Ángel con algunas manchas de harina.
Se dirigió a un pequeño cuarto al lado de los aseos y allí dejó su ropa y se puso la bata con la que atendía al público, no sin dirigir antes una mirada de satisfacción a su cuerpo y su ropa interior.
Casi inmediatamente comenzó a entrar gente. Muchos, sobre todo mayores jubilados y amas de casa, entraban a esa hora para llevarse los magníficos croissants que hacía Ángel y desayunarlos en casa. Otros entraban al pequeño saloncito y allí encargaban a Rosalía su desayuno. La confitería disponía de ese pequeño salón al que se accedía por una puerta de hojas batientes.
El lunes era como si recomenzara el ciclo vital del establecimiento tras la alteración tumultuosa del domingo, con familias enteras que acudían a comprar los pasteles para el postre de la comida o la merienda. El resto de la semana la confitería adquiría su tempo, su tono de normalidad que Rosalía saboreaba intensamente.

A la hora acostumbrada entró en la confitería Carlos, con su habitual aspecto. Casi podía decirse de él que era un mendigo, si no fuera por el aseo y limpieza que los mendigos no suelen presentar. Vestía ropa muy gastada aunque parecía haber sido de calidad en su momento, quizá obtenida en un albergue para pobres. Era un hombre afable y tranquilo, algo tímido y siempre como avergonzado de estar en el local por lo que de él pudieran pensar el resto de los clientes.
- Buenos días, Rosalía. ¿Podría llevarme a una mesa el desayuno de siempre? –desde que se había enterado de su nombre nunca dejaba de dirigirse con él a la muchacha que encontraba tras el mostrador.
- Enseguida.
Casi al mismo tiempo pero como evitando a Carlos entraron Anselmo y Elvira. Eran una pareja ya mayor y como disfrazados de una ostentosa apariencia. Ella vestía ropa que parecía cara pero que no la favorecía precisamente. Y siempre llevaba puestas numerosas joyas que tintineaban constantemente, como reclamando atención. Joyas de oro, mucho oro, oro al peso, aunque sin estilo de forma ni originalidad. Anselmo vestía como un señorón aunque era evidente que no lo había sido toda su vida. Entraban triunfales todos los días a desayunar.
- ¡Buenos días, niña, llévanos unos “curasanes” y dos cafés con leche! –casi gritaba Anselmo. En cierta ocasión se había presentado a Rosalía comunicándole que se llamaban “Don Anselmo” y “Doña Elvira” y que vivían por allí cerca, en el chalet de la esquina, que de ahí en adelante “era su casa”.
- Buenos días –contestaba Rosalía sin dar gusto a Don Anselmo.

Había sido constructor de viviendas y se había retirado a tiempo sin que le pillara ninguna crisis, tras haber ganado una enorme fortuna. Procuraron sentarse en el lado opuesto a donde estaba sentado Carlos. Casi inmediatamente empezaron a hablar en voz baja, como considerando a Carlos indigno de escuchar involuntariamente. Mientras tanto Rosalía iba y venía con los desayunos encargados. En un momento dado levantaron la vista y miraron con cierta atención a Carlos, incluso se diría que con alguna simpatía.
- Oye, por favor, quisiéramos hablar contigo un momento.
Tal vez pensaron que Carlos se levantaría de su mesa y acudiría a la suya, pero Carlos permaneció sentado. Y ellos, naturalmente, se quedaron en su mesa. En aquel momento no había nadie más en el pequeño saloncito, por lo que Rosalía pudo oir perfectamente el vozarrón de Anselmo dirigiéndose a Carlos.
- Mira, somos ya una pareja de mayores jubilados y habíamos pensado que nos vendría bien tener con nosotros a alguien que pudiera atendernos para algunas necesidades –ambos quedaron ligeramente expectantes observando la posible reacción de Carlos.

Pero Carlos los miró sin reacción especial alguna tras oir sus palabras, con la misma expresión pensativa con que momentos antes había mirado al gran espejo oscuro que servía de techo al saloncito.
- Verás, necesitaríamos a alguien que nos ayudara en casa. Que ayudara a mi señora a traer la compra del supermercado, que sacara a los perros, que cuidara del jardín -hay que ver lo que cobran los cabrones de los jardineros-, que me hiciera de chófer, se me ocurre que hasta tendrías uniforme... ¿cómo lo ves, qué te parece?

Carlos continuó mirándoles con la misma expresión afable y tranquila, algo tímida. Anselmo y Elvira parecieron mostrar mayor expectación y una leve sonrisa se dibujó en la cara de Elvira. Continuó Anselmo.
- Naturalmente, comiendo y durmiendo en nuestra casa, que es muy grande y hay sitio suficiente. El sueldo no estaría mal. Pero tendrías que estar todos los días a nuestra disposición y tus vacaciones serían cuando nos conviniera a nosotros. En poco tiempo seguro que te harías un dinerito... Bueno, qué, ¿qué te parece?

Carlos seguía mirándoles con la misma expresión, hasta que finalmente, como saliendo de un letargo, preguntó:
- ¿Comería lo que comen los señores?
Anselmo se quedó momentáneamente sorprendido, pero contestó al instante:
- Naturalmente, lo que sobre y un poco más que te haga Esperanza será lo que tú comas. Esperanza, que cocina y nos limpia la casa, nos prepara platos de la nueva cocina, esa que está ahora de moda. Y una vez a la semana vamos a un restaurante a comer marisco y tú comerías con nosotros, en otra mesa, claro.
- Pero... ¿podría beber el vino que dejen ustedes?
Anselmo mostró un poco más de sorpresa pero contestó al cabo de un momento:
- Sí, hombre, te servirás los restos de las botellas. ¡Y bebemos “Gran reserva” a diario!
Carlos continuó con la misma expresión tranquila:
- ¿Y podría tener dos uniformes de chófer, uno para invierno y otro para verano?
Rosalía, que oía la conversación tras el mostrador, comenzó a pensar que había tomado una precipitada simpatía por Carlos. Anselmo, ya preparado para este tipo de consultas, pensó rápidamente y admitió que tal cosa sería razonable, con un gesto y una inclinación de cabeza.
- Mire –continuó Carlos-, dicen los que entienden que hoy en día no hay nada más cómodo para dormir que un colchón de látex... ¿podría tener un colchón de látex en mi cama?
Aquí ya Anselmo y Elvira abrieron ligeramente la boca y quedaron mirando fijamente a Carlos. Hasta que finalmente Anselmo, tras mirar a Elvira, contestó con un leve toque de irritación:
- Hombre... no sé qué tipo de colchón hay en la habitación en la que dormirías, pero –pensó rápidamente que no dejaría de haber en alguna parte alguna oferta de colchones de látex- eso tampoco sería problema, si ya no hay más exigencias –acabó con una ancha sonrisa.
Rosalía pensó que se había equivocado completamente en su intuitiva apreciación de Carlos.
- Pues si voy a tener colchón de látex, dos uniformes de chófer, uno de invierno y otro de verano, voy a beber vino “Gran reserva” y comer platos de la nueva cocina y marisco... rechazo definitivamente su oferta de trabajo.

Rosalía detuvo instantáneamente su actividad y miró hacia el saloncito sin ver a los interlocutores. Anselmo y Elvira se echaron hacia atrás abriendo mucho los ojos. Tras un instante Anselmo dijo visiblemente enfadado:
- ¿Qué te pasa?, ¿estás de cachondeo o qué?
- Mira, Anselmo, sé que si te adulara lo suficiente podría tener de ti todo eso y mucho más. Pero me convertiría en tu esclavo y eso no me atrae en absoluto. Verás, cualquier alimento, natural y poco elaborado, me sirve de comida. Si alguna vez quiero darme un gusto especial ¿sabes lo que hago? Espero a tener mucha hambre y como a continuación lo acostumbrado. Conozco muchos bares y sé en cuál de ellos dan el mejor vino al mejor precio. Y si no, en esta ciudad hay muchas fuentes. Me visto en los roperos de caridad o en las rebajas, y me visto teniendo en cuenta que paso mucho tiempo al aire libre. No tengo más ropa que la que cabe en una pequeña maleta, pues así viajo más cómodo en tren o en autobús. Si hay que sudar, se suda, y si hay que pasar frío, me pongo a caminar muy rápidamente por algún bonito paseo o calle. En cuanto a dormir, he dormido en tantas pensiones y albergues que acabo por dormirme siempre y no sabría decirte en qué tipo de cama se duerme mejor. Me gusta cambiar de residencia, unas veces voy a alguna ciudad en la costa, otras al interior. Porque lo que más me gusta, lo que más valoro por encima de todo es la libertad. No me gusta atarme a un sitio, me gusta moverme, conocer lugares nuevos. Y para ello acepto cualquier trabajo, cualquiera me llega para comer y dormir bajo techo.
Carlos se había despojado de su timidez, pero seguía hablando con su misma expresión afable y tranquila. Anselmo y Elvira escucharon con la boca abierta las palabras de Carlos y después, con un gesto de malhumor en el que pesaba sin duda el repentino tuteo de Carlos, se levantó, tiró de la manga de su mujer, y salieron del saloncito.
- Ese tío es idiota –dijo en voz alta ante el mostrador mientras alargaba un billete a Rosalía.
- El que se conforma con poco no apetece lo ajeno –contestó Rosalía sin mirarle mientras le devolvía el cambio.
Anselmo y Elvira la miraron muy sorprendidos durante un momento y luego salieron sin despedirse.

Rosalía entró en el saloncito a retirar el servicio de Anselmo y Elvira. Al entrar miró a Carlos. Seguía reclinado hacia atrás, con la vista dirigida al espejo del techo. Luego la miró y se dio cuenta de que había escuchado el diálogo.
- ¿Sabe, Rosalía? No es la primera vez que me hacen alguna propuesta parecida. Siempre he preferido tener la posibilidad de poder marcharme sin sorprender o engañar. A veces pienso sin embargo que si pudiera haber en mi vida alguna atadura, sería la del amor. Pero aún no ha llegado...