miércoles, 3 de febrero de 2010

Mareas de Septiembre

Me acercaba con aprensión y no acababa de creérmelo. Hasta donde señalaba la línea de boyas no había superficie, sino un gran pastel de crestas que subían y bajaban como si hirviera.
- Oye tú, ¿cómo se entra en esto?
- Tírate -me decían.

Bajaba paso a paso, agarrado a la barandilla de la dos, mientras las olas que llegaban a la escalera me hacían perder el pie. Tirarse era la solución, e inmediatamente el milagro. Flotabas, flotabas como un corcho subiendo y bajando. Empezamos a nadar, para separarnos del muro y de la escalera, y poco a poco nos íbamos adentrando.

En aquel tiovivo era imposible trazar una dirección y cada cual iba por su lado. Bastante había con sacar la cabeza para respirar en cada brazada. Mirábamos en lo alto de una ola y nos veíamos muy alejados unos de otros. Como el propósito era el mismo, llegar a la altura de San Pedro, seguíamos nadando. Cuando nadas, como cuando corres, piensas a tramos cortos; así pensaba, entrecortadamente, qué hacía yo allí y por qué hacíamos caso al "playu", asegurando que también se podía nadar con una mar como ésta.

Me paraba de vez en cuando y miraba desde la cresta de una ola para ver si seguían o habían dado la vuelta, lo que parecía más razonable. Pero allí seguíamos, cada cual a su aire, ganando distancia al muro y acercándonos a las boyas. Finalmente llegamos, y excitados hablamos a grandes voces. No nos decidíamos a volver, como retando al peligro, retardando la situación de azar que vivíamos. Era un extraño placer sentirnos observados por los lejanos peatones que nos veían en la vorágine.

Pero en medio de la inestabilidad en que nos encontrábamos, no dejamos de apropiarnos de aquel paisaje inédito con Gijón al fondo, de punta a punta, como en un cuadro de Josefina Junco o de Pelayo, con el Monte Deva y el San Martín, y más allá y por encima una línea de nubes doradas por el atardecer, que eran como la escalera a la luz de este mes de Septiembre.

Así demoramos nuestra vuelta, sintiéndonos privilegiados y felices por la rara visión desde aquella inestable atalaya. Finalmente el frío nos empujó y disimulando tomar la iniciativa supimos llegado el momento de volver. La vuelta fue como las retiradas, desordenada e independiente. Confieso más con vergüenza que por mérito que llegué el primero y me agarré a la barandilla como si fuera ya Octubre.

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