martes, 6 de julio de 2010

Rosalía se levantó de la cama (II)

- Esa va a por Ángel y a quedarse con la confitería.
Rosalía quedó paralizada durante un momento. Deseó que nadie más hubiera oído esa frase aislada en medio del murmullo del establecimiento. Siguió atendiendo a clientes que aguardaban delante del mostrador. Y le pareció que algunos la miraban con especial significación. Se puso fuertemente colorada pero consiguió mantenerse en calma como si nada hubiera pasado.
Procedía del grupo de señoras que tomaban café y un pastel en la merienda. Solían reunirse algunos grupos a diferentes horas de la tarde. Aquel era el más numeroso. Cuando más tarde se disgregó, Rosalía escrutaba la voz y el rostro de cada una de ellas al acercarse a pagar su consumición. La última de ellas le dijo:
- Estamos muy contentas de venir aquí y de que tú nos atiendas. La viuda –dijo haciendo un gesto hacia el obrador- era muy desagradable –y marchó con la mejor de sus sonrisas.

A Rosalía no le gustaban los grupos que se reunían en el saloncito. A veces eran numerosos, como éste. Y cuando eran tantos los interlocutores se generaba un molesto ruido que invadía el espacio de la entrada a la confitería donde estaba habitualmente ella tras el mostrador. “Ya tengo lleno el gallinero” -pensaba Rosalía.

Generalmente los grupos tan grandes daban lugar a varias conversaciones cruzadas. En ocasiones había sorprendido a señoras que hablaban y escuchaban a la vez en el paroxismo del éxtasis, tanta era la necesidad de soltar algo imperiosamente motivada por la novedad de la maledicencia. Rosalía entraba y salía del pequeño salón con una ligera sonrisa en los labios producida por el espectáculo que presenciaba. “Cuánto parloteo y qué poca comunicación” –pensaba.

Prefería con mucho a los tríos y parejas, aunque tampoco ese número era garantía de que hubiera algo más que parloteo. Por eso los clientes que más podían llamarle la atención eran los que entraban y se sentaban sólos en el saloncito. “Ésos, si hablan, tienen que hablar consigo mismos, y no creo que parloteen”.

Como Paquita. Paquita entraba sóla todos los días a última hora de la tarde, una media hora antes de cerrar. Por su aspecto parecía inmigrante y se evidenciaba el tipo de actividad a la que se dedicaba. No era muy alta pero calzaba unos zapatos con un altísimo tacón. Llevaba una exagerada minifalda que le permitía lucir unas piernas muy atractivas y un escote que parecía invitar a asomarse. Su voz y su carácter eran dulces, como contrastando con la agresividad sexual de su atuendo. Ya casi no quedaba nadie en el establecimiento, lo que sin duda debía animarla a entrar. Rosalía la atendía con la misma amabilidad que al resto de los clientes, sin que se la notara forzada ni alterada por ello. Paquita pedía un pastel y un café con leche y se sentaba en un rincón del saloncito, haciendo que los escasos clientes –si alguno había- volvieran sus cabezas muy sorprendidos. Probablemente iniciaba así Paquita, con un momento dulce, su cotidiana actividad al caer el día.

Cada vez que, en otro momento de la tarde, entraba el grupo más numeroso de señoras y la saludaban, una por una, con su sonrisa más abierta, Rosalía no dejaba de pensar qué tipo de lección podrían recibir aquellas señoras para dejar de ser como eran. O tal vez –pensaba- era imposible para ellas el abandono de su acariciada costumbre de hablar mal de los demás. Y si esto es así, y probablemente lo fuera, pensaba qué podría hacerse, cómo podría alguien protegerse de la maledicencia y la calumnia. Acercarse a ellas, servirles su comanda mientras ostentosamente mostraban su falsa amabilidad, se le volvía insufrible a Rosalía. Podría, pese a ello, haber seguido así, hasta acostumbrarse a ser objeto habitual de los comentarios de sus clientas. Después de todo no tenía por qué apreciarlas, sólo atenderlas con su habitual sonrisa. Hasta que un día una idea cruzó por su mente y aunque al principio fue rechazada, finalmente se impuso en lo que sería su decisión al respecto. “Si es imposible cambiar a ese tipo de gente, me niego a seguir siendo su víctima. Les haré ver que no me importa lo que digan de mí, ni bueno ni malo. Y además, ¿qué tiene de malo ir a por Ángel y quedarme con la confitería, si fuera cierto?, ¿qué hay de vergonzoso en algo que se puede hacer sin ofender a nadie, salvo, por lo que parece, a mojigatas como ellas?”.

Ese mismo día, cerca ya de la hora de cierre, entró Paquita como era costumbre. No quedaba ya nadie en el saloncito y cuando Rosalía fue a servirle su habitual pedido, le pidió permiso para sentarse junto a ella y se puso a hablarle quedamente. Cuando terminó, Paquita esbozó una animada sonrisa y rechazó firmemente un billete de banco que Rosalía le ofrecía.

Al día siguiente, cuando el pequeño salón estaba en su apogeo de grupos de señoras, entre ellos el más numeroso, entró una clienta no habitual para la clientela de esas horas. Avanzó Paquita luciendo su pequeño pero espléndido cuerpo, vestido como era habitual en sus horas de actividad nocturna. A su entrada bajó momentáneamente el nivel sonoro de la pequeña sala, lo que fue perfectamente audible para Rosalía tras el mostrador en la sala contigua. Y una vez que tuvo preparados el pastel y el café con leche, Rosalía entró en el saloncito. Sirvió despacio y con especial amabilidad a Paquita y después dejó la bandeja en un asiento y se sentó junto a ella. Hablaron unos instantes hasta que notaron que se hacía un profundo silencio en torno a ellas. Y finalmente se fundieron en un profundo, intenso y prolongado abrazo que terminó con un suave beso en los labios. Rosalía se levantó a continuación y salió para continuar con sus quehaceres, mientras notaba las caras de estupor que la seguían hasta que salió del pequeño salón.

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