Nuestra capacidad mental, superior a la del resto de los seres vivos, nos lleva a veces a alejarnos del modelo de vida de los seres animados. Y esto conduce a la infelicidad y al dolor.
Fijémonos en los animales. Desde que nacen deben actuar para conservar la vida, primero ayudados por sus progenitores, después sólos. Deben subsistir por medio del esfuerzo en buscar su presa o actuar de determinada manera para no ser atacados y muertos. Consiguen pues el placer de la comida o la reproducción mediante un esfuerzo previo a esos placeres.
Los seres humanos sin embargo, gracias a la tecnología que nuestras mentes han producido, hemos reducido hasta extremos peligrosos el esfuerzo necesario para mantener la vida. Claro está que esto va referido a determinadas regiones del mundo, a lo que llamamos el primer mundo.
Hemos llegado a tener la ilusión de que apenas hay que hacer nada para poder vivir, hemos llegado a creer que la vida es una secuencia de placeres que son graciosamente dados sin apenas esfuerzo. El mundo occidental es frecuente en prototipos de hombres y mujeres que parecen rodeados de placer sin que tengan que pagar precio alguno por ello.
Y esta idea ha pasado a los jóvenes, a su educación, con una superprotección de la que somos culpables los padres y los educadores. En la educación de los jóvenes y en el mundo de los adultos debería ser constante el modelo de la vida animal, exento, claro está, de la agresividad que les es propia. Vivimos, esto es, nacemos, crecemos, nos multiplicamos con el incentivo del placer, sí, pero al que hay que llegar con un esfuerzo previo. Sólo ese placer es auténtico o válido; el que se nos da sin él acaba por dejar de ser placer y se convierte en algo anodino: la vida se vuelve insípida y exigimos más sin saber qué ni a quién pedirlo.
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