Desde hace un tiempo me ha tocado estar sólo buena parte del día. Y aparte de mi trabajo y de pocos quehaceres, me dedico a caminar aprovechando las últimas horas del día diurno. Camino o paseo por lugares adecuados, lejos de la estrechez de las calles. Voy por lugares donde sea visible una gran parte del cielo, para beneficiarme de la belleza de la luz y de las nubes. O frecuento límites terrestres con el mar: playas y muelles, donde las ciudades costeras te permiten mayor contacto con la naturaleza.
Allí es fácil encontrarte con muchos caminantes, si el tiempo lo permite. Es raro ver grupos de tres o cuatro personas. Más frecuentes son las parejas. Puedes oír lo que hablan los grupos e incluso algunas parejas. Algunas aprovechan el momento de ocio para discutir. Sin embargo la mayoría hablan quedo mirando al frente, con la confianza de la asiduidad de muchos años o con el fervor de los enamorados.
Pero aún más numerosos son los caminantes solitarios. Unos van muy rápido, como cumpliendo un mandato médico, con la mirada fija y el ceño fruncido, descuidados del lugar por el que pasan. Otros van con auriculares y micrófono, hablando a grandes voces al vacío, locos de manos libres. Otros van con auriculares también, absortos, dejándonos con la intriga de saber qué van escuchando. Muchos, da la impresión, caminan por esos lugares como podrían hacerlo por cualesquiera otros, tal parece la ignorancia del lugar que pisan. Otros, finalmente, no caminan tan rápido; de vez en cuando dirigen miradas al mar y a las nubes y cuando nadie los mira, sonríen. Entre estos procuro estar yo.
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