martes, 27 de julio de 2010

Rosalía se levantó de la cama (III)

Ninguna de las señoras del numeroso grupo volvió en los días siguientes. Hasta que poco a poco, como en un lento pero continuo goteo, empezaron a aparecer, de dos en dos, de una en una, motivadas tal vez más por la intriga que les sugería el personaje que encarnaba Rosalía que por la presunta ofensa de su extraña conducta. Así fueron volviendo hasta que nuevamente se completó el grupo. Habían visto quizá que Paquita iba a última hora y estaban ansiosas de novedades, de espiar a alguien que ofreciera alicientes de los que hablar, ya que sus propias vidas estaban fatalmente condenadas a una estéril rutina y aburrimiento.
- Buenos días, Rosalía.
- Buenos días, Carlos. ¿Lo de siempre?
- Sí, por favor.

Hacía ya un tiempo que Rosalía encontraba algo cambiado a Carlos. Además de su habitual afabilidad y timidez había en su cara como un aire de tristeza. En cierta ocasión ya le había preguntado por ello, pero Carlos se había limitado a sonreir sin decir nada. Dada la confianza que había tomado con él, de vez en cuando Rosalía volvía a preguntarle pero él insistía con una sonrisa en que no ocurría nada. “De hoy no pasa, tengo que saber qué le ocurre”, pensó. Y cuando fue a llevarle su habitual pedido, tras servirle quedó delante de su mesa y le dijo en voz queda y amable:
- Perdona la confianza, Carlos, pero ha llegado a preocuparme el aspecto abatido que tienes en los últimos tiempos y me gustaría saber si tienes algún problema. Me parece que algo se me ha pegado del afán de saber de algunos de mis clientes –dijo, como disculpándose, con una sonrisa.
Carlos la miró durante un instante, después bajó la mirada y dirigiéndola al vacío contestó quedamente y como avergonzado.
- Verá, Rosalía, no es como para contarlo... y por Dios se lo pido que no me malinterprete... usted entenderá que no le haya dicho antes nada... Mire, sabe que yo tengo un buen conformar en la vida, que no me preocupa casi nada, que vivo al día y pongo buena cara a todo, ¿no es verdad?
- Sí, efectivamente, por eso eres uno de mis clientes más apreciados.
- Gracias... Pero hace ya mucho tiempo que... que no tengo cerca a una mujer y no veo el modo de llegar a tratarme con una... Le ruego, Rosalía, que no me malinterprete, esto no tiene que ver con usted...
- Bueno, y aunque así fuera, que no lo es, yo ya te diría si me apetece conocerte más o no. Eso es cosa mía. No te preocupes, verá cómo sin tardar mucho podrás tener cerca a una –y dando media vuelta volvió detrás del mostrador.

Rosalía siguió con sus cosas pero continuó pensando en la causa del abatimiento de Carlos. Le caía bien ese muchacho, unos veinte años más joven que ella, y le hacía gracia que algo tan sencillo pudiera afectarle hasta tal punto. “Seguramente no es como los demás y no frecuenta los bailes o cafeterías de los de su edad”, pensaba Rosalía. Pero casi al instante se le ocurrió una idea que en su fuero interno se propuso poner en práctica.

Paquita empezó a venir a la hora en que venía Carlos. Y paulatinamente, al cabo de un tiempo, dejó de acudir a última hora a la confitería. Una tarde, mientras Rosalía servía su pedido a una de las señoras del grupo más numeroso, le dijo la que parecía llevar la voz cantante del grupo, la que había comentado una vez lo satisfechas que estaban con ella:
- Rosalía, ¿estás a gusto trabajando aquí?, ¿te habría gustado quizá haberte dedicado a otra actividad?
- Si le digo la verdad, me atrae mucho el oficio de alcahueta –contestó Rosalía, causando un nuevo estupor en la cara de las presentes.
- ¿Cómo?
- Sí, es una actividad que me gustaría llevar a cabo aquí.
- ¿Qué?, sólo faltaría eso –comentaron varias de las presentes soliviantadas.
- Pues sí, comentó Rosalía con naturalidad –y salió del saloncito.

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