lunes, 5 de julio de 2010

Rosalía se levantó de la cama (I)

Rosalía se levantó de la cama. Llevaba despierta desde las seis. Era lo común, dormir menos de lo que se dice necesario. No solía dormirse antes de la medianoche. Así venía ocurriéndole desde hacía años. Pero antes, cuando estaba casada, aún dormía menos, aunque se quedaba adormilada durante buena parte del día.

Se dirigió al baño y se miró al espejo. “Me gusto” -pensó. “Me gusto mucho y mucho más desde que dejé al imbécil”. Tenía unas leves ojeras, el rostro muy blanco y el cabello largo y negro, como sus ojos. En verano solía dormir con una camiseta y un tanga, el mismo tipo de bragas que usaba habitualmente. Se quitó ambas prendas y entró en la ducha. Al enjabonarse sus pechos y sexo sintió una leve voluptuosidad pero no quiso profundizar en ella.

Salió del baño y se dirigió a la cocina. Siempre se acordaba del imbécil cuando se disponía a desayunar. Recordaba su prolija disposición de platos, tazas, vasos, tarros, jarras, en la que empleaba buena parte de tiempo antes de avisarla, pues a ella no le estaba permitido entrar en la cocina hasta ese momento. Y el ritual de las tostadas, del aceite, de la mermelada, del café que sólo él podía hacer... Qué profundo tedio le causaban todos esos preparativos cuando, hambrienta, esperaba en la habitación poder desayunar de una vez.

Entró felizmente sola a la cocina y preparó al azar su desayuno, como solía hacer, alterando siempre el orden de sus movimientos. Primero el té, al que se había cambiado, luego las tostadas, el azúcar, el zumo, o justo al revés, y comprobaba alegre que siempre se le olvidaba llevar algo a la mesa, o le caía el azucarero sobre el mantel. Desayunaba despacio y al acabar bostezaba ruidosamente varias veces. “Qué felicidad, no tengo al imbécil mirándome con disgusto”.

Antes de vestirse se untaba y acariciaba todo el cuerpo con crema. Se masajeaba suavemente, sin dejar rincón alguno. Se ponía su ropa interior, todos los días diferente, exquisita, bella, pues sentía devoción por su ropa interior. Luego, en la confitería se ponía su bata cruzada sobre su ropa íntima, pues siempre hacía mucho calor debido al obrador que se encontraba muy próximo.
Abrió la confitería al público. Dentro ya se encontraba Ángel, el dueño, trabajando y estaba ya dispuesta una bandeja de pasteles en la ventana que comunicaba con el mostrador. Ángel había quedado viudo recientemente y se vio en la urgente necesidad de tener a alguien en el mostrador para atender al público. De este modo había entrado Rosalía a trabajar en su establecimiento.
- Buenos días –gritó por encima del ruido de una batidora.
- Buenos días –asomó la cara de Ángel con algunas manchas de harina.
Se dirigió a un pequeño cuarto al lado de los aseos y allí dejó su ropa y se puso la bata con la que atendía al público, no sin dirigir antes una mirada de satisfacción a su cuerpo y su ropa interior.
Casi inmediatamente comenzó a entrar gente. Muchos, sobre todo mayores jubilados y amas de casa, entraban a esa hora para llevarse los magníficos croissants que hacía Ángel y desayunarlos en casa. Otros entraban al pequeño saloncito y allí encargaban a Rosalía su desayuno. La confitería disponía de ese pequeño salón al que se accedía por una puerta de hojas batientes.
El lunes era como si recomenzara el ciclo vital del establecimiento tras la alteración tumultuosa del domingo, con familias enteras que acudían a comprar los pasteles para el postre de la comida o la merienda. El resto de la semana la confitería adquiría su tempo, su tono de normalidad que Rosalía saboreaba intensamente.

A la hora acostumbrada entró en la confitería Carlos, con su habitual aspecto. Casi podía decirse de él que era un mendigo, si no fuera por el aseo y limpieza que los mendigos no suelen presentar. Vestía ropa muy gastada aunque parecía haber sido de calidad en su momento, quizá obtenida en un albergue para pobres. Era un hombre afable y tranquilo, algo tímido y siempre como avergonzado de estar en el local por lo que de él pudieran pensar el resto de los clientes.
- Buenos días, Rosalía. ¿Podría llevarme a una mesa el desayuno de siempre? –desde que se había enterado de su nombre nunca dejaba de dirigirse con él a la muchacha que encontraba tras el mostrador.
- Enseguida.
Casi al mismo tiempo pero como evitando a Carlos entraron Anselmo y Elvira. Eran una pareja ya mayor y como disfrazados de una ostentosa apariencia. Ella vestía ropa que parecía cara pero que no la favorecía precisamente. Y siempre llevaba puestas numerosas joyas que tintineaban constantemente, como reclamando atención. Joyas de oro, mucho oro, oro al peso, aunque sin estilo de forma ni originalidad. Anselmo vestía como un señorón aunque era evidente que no lo había sido toda su vida. Entraban triunfales todos los días a desayunar.
- ¡Buenos días, niña, llévanos unos “curasanes” y dos cafés con leche! –casi gritaba Anselmo. En cierta ocasión se había presentado a Rosalía comunicándole que se llamaban “Don Anselmo” y “Doña Elvira” y que vivían por allí cerca, en el chalet de la esquina, que de ahí en adelante “era su casa”.
- Buenos días –contestaba Rosalía sin dar gusto a Don Anselmo.

Había sido constructor de viviendas y se había retirado a tiempo sin que le pillara ninguna crisis, tras haber ganado una enorme fortuna. Procuraron sentarse en el lado opuesto a donde estaba sentado Carlos. Casi inmediatamente empezaron a hablar en voz baja, como considerando a Carlos indigno de escuchar involuntariamente. Mientras tanto Rosalía iba y venía con los desayunos encargados. En un momento dado levantaron la vista y miraron con cierta atención a Carlos, incluso se diría que con alguna simpatía.
- Oye, por favor, quisiéramos hablar contigo un momento.
Tal vez pensaron que Carlos se levantaría de su mesa y acudiría a la suya, pero Carlos permaneció sentado. Y ellos, naturalmente, se quedaron en su mesa. En aquel momento no había nadie más en el pequeño saloncito, por lo que Rosalía pudo oir perfectamente el vozarrón de Anselmo dirigiéndose a Carlos.
- Mira, somos ya una pareja de mayores jubilados y habíamos pensado que nos vendría bien tener con nosotros a alguien que pudiera atendernos para algunas necesidades –ambos quedaron ligeramente expectantes observando la posible reacción de Carlos.

Pero Carlos los miró sin reacción especial alguna tras oir sus palabras, con la misma expresión pensativa con que momentos antes había mirado al gran espejo oscuro que servía de techo al saloncito.
- Verás, necesitaríamos a alguien que nos ayudara en casa. Que ayudara a mi señora a traer la compra del supermercado, que sacara a los perros, que cuidara del jardín -hay que ver lo que cobran los cabrones de los jardineros-, que me hiciera de chófer, se me ocurre que hasta tendrías uniforme... ¿cómo lo ves, qué te parece?

Carlos continuó mirándoles con la misma expresión afable y tranquila, algo tímida. Anselmo y Elvira parecieron mostrar mayor expectación y una leve sonrisa se dibujó en la cara de Elvira. Continuó Anselmo.
- Naturalmente, comiendo y durmiendo en nuestra casa, que es muy grande y hay sitio suficiente. El sueldo no estaría mal. Pero tendrías que estar todos los días a nuestra disposición y tus vacaciones serían cuando nos conviniera a nosotros. En poco tiempo seguro que te harías un dinerito... Bueno, qué, ¿qué te parece?

Carlos seguía mirándoles con la misma expresión, hasta que finalmente, como saliendo de un letargo, preguntó:
- ¿Comería lo que comen los señores?
Anselmo se quedó momentáneamente sorprendido, pero contestó al instante:
- Naturalmente, lo que sobre y un poco más que te haga Esperanza será lo que tú comas. Esperanza, que cocina y nos limpia la casa, nos prepara platos de la nueva cocina, esa que está ahora de moda. Y una vez a la semana vamos a un restaurante a comer marisco y tú comerías con nosotros, en otra mesa, claro.
- Pero... ¿podría beber el vino que dejen ustedes?
Anselmo mostró un poco más de sorpresa pero contestó al cabo de un momento:
- Sí, hombre, te servirás los restos de las botellas. ¡Y bebemos “Gran reserva” a diario!
Carlos continuó con la misma expresión tranquila:
- ¿Y podría tener dos uniformes de chófer, uno para invierno y otro para verano?
Rosalía, que oía la conversación tras el mostrador, comenzó a pensar que había tomado una precipitada simpatía por Carlos. Anselmo, ya preparado para este tipo de consultas, pensó rápidamente y admitió que tal cosa sería razonable, con un gesto y una inclinación de cabeza.
- Mire –continuó Carlos-, dicen los que entienden que hoy en día no hay nada más cómodo para dormir que un colchón de látex... ¿podría tener un colchón de látex en mi cama?
Aquí ya Anselmo y Elvira abrieron ligeramente la boca y quedaron mirando fijamente a Carlos. Hasta que finalmente Anselmo, tras mirar a Elvira, contestó con un leve toque de irritación:
- Hombre... no sé qué tipo de colchón hay en la habitación en la que dormirías, pero –pensó rápidamente que no dejaría de haber en alguna parte alguna oferta de colchones de látex- eso tampoco sería problema, si ya no hay más exigencias –acabó con una ancha sonrisa.
Rosalía pensó que se había equivocado completamente en su intuitiva apreciación de Carlos.
- Pues si voy a tener colchón de látex, dos uniformes de chófer, uno de invierno y otro de verano, voy a beber vino “Gran reserva” y comer platos de la nueva cocina y marisco... rechazo definitivamente su oferta de trabajo.

Rosalía detuvo instantáneamente su actividad y miró hacia el saloncito sin ver a los interlocutores. Anselmo y Elvira se echaron hacia atrás abriendo mucho los ojos. Tras un instante Anselmo dijo visiblemente enfadado:
- ¿Qué te pasa?, ¿estás de cachondeo o qué?
- Mira, Anselmo, sé que si te adulara lo suficiente podría tener de ti todo eso y mucho más. Pero me convertiría en tu esclavo y eso no me atrae en absoluto. Verás, cualquier alimento, natural y poco elaborado, me sirve de comida. Si alguna vez quiero darme un gusto especial ¿sabes lo que hago? Espero a tener mucha hambre y como a continuación lo acostumbrado. Conozco muchos bares y sé en cuál de ellos dan el mejor vino al mejor precio. Y si no, en esta ciudad hay muchas fuentes. Me visto en los roperos de caridad o en las rebajas, y me visto teniendo en cuenta que paso mucho tiempo al aire libre. No tengo más ropa que la que cabe en una pequeña maleta, pues así viajo más cómodo en tren o en autobús. Si hay que sudar, se suda, y si hay que pasar frío, me pongo a caminar muy rápidamente por algún bonito paseo o calle. En cuanto a dormir, he dormido en tantas pensiones y albergues que acabo por dormirme siempre y no sabría decirte en qué tipo de cama se duerme mejor. Me gusta cambiar de residencia, unas veces voy a alguna ciudad en la costa, otras al interior. Porque lo que más me gusta, lo que más valoro por encima de todo es la libertad. No me gusta atarme a un sitio, me gusta moverme, conocer lugares nuevos. Y para ello acepto cualquier trabajo, cualquiera me llega para comer y dormir bajo techo.
Carlos se había despojado de su timidez, pero seguía hablando con su misma expresión afable y tranquila. Anselmo y Elvira escucharon con la boca abierta las palabras de Carlos y después, con un gesto de malhumor en el que pesaba sin duda el repentino tuteo de Carlos, se levantó, tiró de la manga de su mujer, y salieron del saloncito.
- Ese tío es idiota –dijo en voz alta ante el mostrador mientras alargaba un billete a Rosalía.
- El que se conforma con poco no apetece lo ajeno –contestó Rosalía sin mirarle mientras le devolvía el cambio.
Anselmo y Elvira la miraron muy sorprendidos durante un momento y luego salieron sin despedirse.

Rosalía entró en el saloncito a retirar el servicio de Anselmo y Elvira. Al entrar miró a Carlos. Seguía reclinado hacia atrás, con la vista dirigida al espejo del techo. Luego la miró y se dio cuenta de que había escuchado el diálogo.
- ¿Sabe, Rosalía? No es la primera vez que me hacen alguna propuesta parecida. Siempre he preferido tener la posibilidad de poder marcharme sin sorprender o engañar. A veces pienso sin embargo que si pudiera haber en mi vida alguna atadura, sería la del amor. Pero aún no ha llegado...

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