Siempre que puedo acudo a conferencias o presentaciones de libros en las que el autor habla de su obra. Pero no piensen que acudo a cualquiera. Escojo cuidadosamente según el presentador o presentadores del conferenciante. Cuantos más mejor. A veces hay que intuir cuántos pueden acudir a presentar, pues ello se omite -¿por qué será?- en la publicidad del evento.
Me encanta que diserten largamente sobre la personalidad del autor y el carácter de sus obras, somos tan ignorantes. En ocasiones el público es afortunado y se encuentra frente a una mesa donde aparecen, por ejemplo, un jefe de algo, un subjefe y un director de cosa junto al conferenciante, que, como debe ser, se sienta en una esquina del estrado.
En cierta ocasión memorable un presentador habló durante tres cuartos de hora sobre el conferenciante, que, cosa rara, mostraba signos de impaciencia en lugar de estar agradecido. A mí me pareció estupendo, casi me dieron ganas de abandonar el acto, pues ya podía intuir o dar por sabido todo lo que el conferenciante podría decirme.
Pero cuando más disfruto, cuando el subgénero de la presentación alcanza su clímax, es cuando al presentador lo presenta alguien, e incluso otro alguien a ese alguien, ¿pueden ustedes creerlo? Y qué decir del final del acto, cuando el presentador ayuda generosamente a dar la palabra a los asistentes e incluso comenta con su particular ingenio las preguntas y respuestas en el coloquio. Todo ello estimula y produce gran placer, y si no fuera por los conferenciantes acudiría mucho más a las conferencias.
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