lunes, 5 de julio de 2010

Bhartrihari (I)

En el principio fue la creación. Pero aún antes, sé por mis antepasados que existía la Negrura. El Pensamiento no podía alcanzarla, y estaba como sumida en un profundo sueño. Pero después, El Que Existe Por Sí Mismo despejó la Negrura y creó el Universo. Con su pensamiento creó las Aguas, y dejó caer su semen en ellas. Su semen se convirtió en un huevo de oro, y El Que Existe Por Sí Mismo nació en el huevo como Brahma, padre del mundo. Allí habitó un año entero y después lo dividió en dos mitades, que fueron el Cielo y la Tierra, y entre ellos hubo el Espacio Intermedio, los Ocho Puntos Cardinales y la morada eterna de las Aguas. Después produjo el Pensamiento, y del Pensamiento, el Yo. También creó el Alma, las Tres Cualidades: Bondad, Ignorancia y Pasión, y los Cinco Órganos de los sentidos.

De Sí mismo y de tales elementos han nacido todos los seres, junto con sus nombres, acciones y condiciones: los dioses, los hombres, el tiempo, la austeridad, la palabra, el placer, el deseo y la cólera. Para distinguir las acciones, creó Brahma el Mérito y el Demérito, e hizo que todos los seres fuéramos afectados por los pares de los contrarios, como Placer y Dolor. Y para la prosperidad del mundo, hizo surgir a los Sacerdotes, los Guerreros, los Artesanos y los Siervos de su boca, sus brazos, sus muslos y sus pies.

Esto he sabido por mis antepasados y he aprendido cuidadosamente en mi niñez.
La parte más pura del hombre es del ombligo para arriba, y lo más puro de la parte más pura es su boca. Pertenezco a la casta de los brahmanes, y mis antepasados nacieron de la boca del Señor. Por eso, y porque conocemos los Vedas, somos los señores de la Creación.
Aunque las Escrituras no lo consideran correcto, todos los hombres actuamos a impulso del deseo. Yo he decidido dejar aquí constancia de lo mucho que he pecado, por lo mucho que he llegado a desear. Bien es verdad que ya en este mundo he sufrido por ello. Pero dejo a mis descendientes, a quienes va dirigida esta obra, el encargo de juzgar mi vida, y ojalá que ellos la deploren y les sirva de ejemplo de lo que no deben hacer, pues su antepasado no está muy seguro de su arrepentimiento por lo muy feliz que ha llegado a ser. Dos veces he estado a punto de ser arrojado de mi casta, por ateo y menospreciador de la Revelación y la Tradición, pero los buenos oficios de mis parientes lograron impedirlo.

Nací en la ciudad sagrada de Ujjayini, en Malava, y pertenezco al linaje de Vikramaditya. Miel y mantequilla fueron mis primeros alimentos antes aún de que fuera cortado el cordón que me unía a mi madre. Y a los doce días, en un día felizmente auspiciado, mi padre me llamó Bhartrihari, en homenaje a Nuestro Señor Vishnu Preservador. Más adelante, en el tiempo prefijado recibí la tonsura y la iniciación como miembro de los nacidos dos veces. Vestí ropa de lino, la piel de un antílope negro y ceñí un triple cordón hecho de hierbas. Y tras mi segundo nacimiento, hube de observar las normas propias de mi casta y comencé el estudio de los Vedas. Durante varios años alimenté el fuego sagrado, pedí para comer, dormí en el suelo y honré a mi maestro, recibiendo de él las enseñanzas de los Vedas, los Sutras y las Upanishads. Pues desde niño se me ha dicho que no confieren grandeza los años, las canas, la riqueza o el linaje, sino el conocimiento de las Escrituras.

Como un cochero sus caballos, un hombre sabio debe refrenar sus sentidos, que corren salvajes entre atractivos placeres. Pero, pese a haberlo intentado, esa sabiduría se me ha escapado siempre en el último momento, se me ha escurrido de los mismos dedos que sentían los placeres. Así una y otra vez en cada intento. No he sido un buen ejemplo de mi casta y tiemblo por mi existencia futura, que me procurará los dolores que he tratado de rehusar, con mejor o peor éxito, a lo largo de mi vida.

Sé que ofendo a la Revelación y a la Tradición recibidas por mis antepasados, pero siempre he pensado que el deseo está en nuestra naturaleza y no puedo matar el deseo si no quiero dejar de ser hombre. El deseo no se apaga ni aún consumiendo sus objetos. Más aún, se renueva alimentado, por eso sospecho que está en nosotros para que podamos seguir viviendo. Respeto a los ascetas, pero los ascetas que sobreviven con un mínimo deseo lo hacen con la esperanza y el deseo de una inmensa felicidad futura que desconocen. Y así esperando ser más que hombres no viven como hombres. Yo nunca he tenido esa ambición. ¡Que los manes me perdonen!

Todos los días, tras haberme purificado por el baño, vertía agua en honor de los dioses y santos, veneraba sus imágenes y alimentaba con leña el fuego sagrado. Y durante muchos años me abstuve de miel, carne, perfumes, guirnaldas, especias y de la compañía de mujeres. Caminaba descalzo, libre de deseo, ira, codicia, y no me permitía el canto, el baile o tañir instrumentos. Y todos los días debía mendigar mi comida. Arriesgo ser un asno en mi próximo nacimiento, pues en más de una ocasión defendí a mis condiscípulos cuando nuestro maestro censuraba nuestra pobre colecta de comida. Sin embargo creo que peores nacimientos me aguardan, si no acumulo buenas obras en lo que me queda de vida, que compensen aquellas malas.


II
Parecía que mi vida no tenía otro ritmo que el que he expuesto cuando un suceso del que aún hoy me avergüenzo, vino a turbarla. Cerca de mis dieciocho años, entró a formar parte de las mujeres de mi maestro una joven viuda, su cuñada. Confieso que no sólo era la más joven sino también la más bella. Su presencia en los avisos que daba a su marido mientras ejercía de maestro despertaba en algunos de nosotros un vivo interés que ahora explicaré. Tenía unos ojos inmensos de un fondo blanquísimo en el que destacaba el castaño oscuro de su iris. La nariz era resuelta y la boca grande de gruesos labios enseñaba dos hileras de dientes blanquísimos cuando sonreía. No era tan fuerte como las otras esposas y esto, junto al hecho de que era la encargada de hacer todo lo que las demás evitaban, hacía que la viéramos muy a menudo fatigada. Su belleza y su fatiga movía nuestro corazón y nuestros ojos, que la seguían mientras pronunciábamos con ritmo monótono nuestros mantras.

Un día, terminada la recitación, emprendí un paseo por las cercanías de la casa de mi maestro. Y enseguida la vi, junto a un pozo próximo, ocupada en sacar agua. Corrí a ayudarla, disfrazado de deferencia, en lo que yo veía su esfuerzo, y ella, tras un primer momento de extrañeza, me ofreció sonrisa y acatamiento, pues era de una casta inferior. Más de cerca, me conmovió su belleza y la sentí con toda la pasión con que se mueve el corazón de un joven. A partir de aquel día, yo busqué con la osadía del hombre los ojos de la joven esposa de mi maestro, a cada ocasión en que se justificaba su presencia. Y cuando ella notó mi insistencia, respondió con el temor y la dignidad escritos en sus ojos.

Adivinarás que también volví al pozo a la hora en que ella acudía. En las primeras ocasiones Devi, nada más verme, precipitaba su quehacer y se alejaba aún antes de que yo me hubiera acercado. Hasta que al fin se acostumbró a verme y aceptó mi saludo. Pero apenas levantaba sus ojos si no era para mirar a hurtadillas a los alrededores, por miedo a que la vieran las otras esposas. No sería pequeño el motivo de culpa atribuido ante su nuevo esposo. Dice la ley que el discípulo saludará a la esposa de su maestro abrazándole sus pies, pero que se abstendrá de hacerlo si es joven. Quise intentarlo en alguna ocasión pero fue inútil. Yo me acercaba, observaba a cierta distancia el cubo y sus manos. Y robaba ávidamente sus miradas, al principio escasas.
Pero poco a poco su soledad, su aislamiento, su nueva y extraña situación hicieron que empezara a ver en mí el único apoyo cálido que tenía. Y permitió a sus ojos descansar en este pobre estudiante más largamente, sin desaparecer del todo su natural recelo. Yo, viendo que al fin eran correspondidas mis miradas, me llené de alegría y ya nunca falté a la cita del pozo.


III
De modo que tras mis abluciones y deberes sagrados antes del crepúsculo comencé a compartir el fin del día con Devi, primero en silencio, después con aislados comentarios sobre su trabajo y mi guru. Tras los cuidados iniciales pronto se abandonó a mis palabras y yo pude inquirir todo de mi acompañante: de dónde procedía, cuál era su origen, cómo había llegado a casarse una vaishya con un brahmán. Su joven marido, el menor de los hermanos de mi maestro, se había apasionado hasta tal punto que había olvidado su casta y la había desposado, pese a las protestas de sus padres y hermanos. Los padres de Devi, halagados con tal reconocimiento, rompieron un compromiso anterior y la ofrecieron con una buena dote. Ella, obediente a sus padres y consintiendo en que no podría haber mejor casamiento en el futuro, había aceptado. Su vida en común había sido suave, mecida por el amor de su esposo, sin llegar a igualarlo en su pasión.
Pero su muerte tras una rápida enfermedad fue vista como un castigo por la familia, y la joven viuda pasó a depender, como la tercera esposa, del hermano mayor. Así lo establecía la ley. Mucho más joven que ellas y de inferior casta, fue tratada como la hija única y tardía que debía ocuparse de todas las labores de la casa, ya que en la familia de mi maestro no había habido nunca descendencia.

Todo esto me contaba con su voz suave, acompañada de breves y lentos gestos de sus manos. Y mis ojos no sabían dónde detenerse más tiempo, si en las manos que escribían su relato, en su boca de blanquísimos dientes, o en sus ojos grandes, rasgados hacia atrás con la forma del loto. Ella hablada ganada ya la primera confianza, fingiendo ignorar mi rostro embelesado o pensando quizá que era conveniente ignorarlo.

Así conocí otro mundo que el que me había dibujado mi maestro, el mundo de las mujeres, indigno para un hombre. Y supe entonces la fortuna que me había correspondido naciendo brahmán. Nada envidié o deseé de todo lo relatado por Devi, salvo a ella misma, que más dentro se acercaba a mi corazón, absorbida por mis sentidos.

Yo escuchaba en la luz vespertina sus palabras dulces y me preguntaba por el sabor de su boca, que a pesar de la distancia que guardaba, despedía hasta mí el olor dulce de las semillas de cardamomo. Volvíamos por caminos distintos a la casa del maestro y yo comenzaba mi sueño con ella en mi pensamiento. Y después, con la efusión de mi semen, ¡cuántas veces desperté al amanecer temiendo haber roto mi voto! Dudaba si en mi sueño había consentido, y angustiado volvía a mis recitaciones tras haberme lavado, deseoso de no haber posado nunca mis ojos en ella.


IV
Tan dulce se volvió nuestra costumbre que ni un sólo día faltábamos a nuestra cita. Hasta que poco a poco la languidez de nuestros gestos y la intensidad de nuestras miradas al despedirnos hizo patente el sentimiento mutuo que había ido naciendo entre nosotros. Advertí con júbilo que Devi comenzaba a devolver mis gestos con la misma afección con que yo le enviaba los míos. Finalmente ella escuchó un día con sus ojos bajos y un intenso oscurecimiento de su piel el río de emoción de mis palabras, confesándole mi devoción por ella. No hubo gestos, ni siquiera una leve aproximación. Hablé detalladamente de cómo se curvaban sus pómulos hasta la barbilla, cómo iluminaban sus ojos el atardecer y cómo brillaban sus dientes a cada sonrisa.

Ella escuchaba en silencio como si fuera la primera vez que oía aquellas palabras. Dejé de hablar y ella súbitamente se volvió y marchó apresuradamente. Pero volvió al día siguiente y al otro, en que ya no oculté mi sentimiento. Ella escuchaba siempre en silencio, sin la primera turbación con que había reaccionado a mis palabras, pero parecía deleitarse con ellas, saborearlas como si recibiera su primer alimento en el día. Y a la vez se instaló en nosotros la culpa y el temor a ser descubiertos por alguna de las esposas o por alguno de mis condiscípulos.

Comencé a pensar cómo podríamos librarnos del temor a ser descubiertos. Hasta que recordé la existencia de una pequeña choza a la orilla de un pequeño río próximo. Nadie parecía hacer uso de ella y aunque no tenía buen aspecto se mantenía en pie con su techumbre de fibras trenzadas. Tal vez había sido el refugio de un pescador habitual, ahora abandonado. Cuando le mostré a Devi la posibilidad de reunirnos en la pequeña choza del río, reaccionó instintivamente en contra pero después quedó pensativa. Suponía dar un paso inequívoco en la dirección que tomaban nuestros encuentros y eso la asustaba, pues ya no habría vuelta atrás ni ante sí misma ni ante la familia del maestro y sus discípulos. Pues si podían dar lugar a habladurías nuestros encuentros junto al pozo, sorprendernos en la choza junto al río suponía ya la confirmación del pecado. Pero esto último parecía improbable y era conveniente que no surgiera rumor alguno acerca de la joven esposa y el discípulo.

Quedó pensativa y no respondió a mi sugerencia, ni esa tarde ni las dos siguientes. Pero al fin decidió no renunciar a verme, lo que sentía irremediable, y aceptó que nos encontráramos a la misma hora en la choza del río.

En nuestros primeros encuentros guardábamos la misma compostura que junto al pozo, aunque nos permitíamos sentarnos en el suelo arenoso e incluso reirnos con toda libertad cuando comentábamos ciertos incidentes del día. Era un lugar solitario, pero a veces llegaba hasta la cabaña el eco lejano de cánticos y recitaciones procedentes de un templo en las inmediaciones de la otra orilla.

Yo llegaba primero y esperaba dentro sentado. Ella acudía después y tras dejar la jarra con agua a un lado en el suelo, pues venía del pozo, se sentaba frente a mí. Y así seguíamos con nuestras charlas como si no hubiéramos cambiado de lugar de encuentro.


V
Se acercaba ya el final de la estación seca. Las primeras lluvias nos confirmaron en lo apropiado de nuestra decisión de acogernos a la seguridad de nuestra choza. El agua caía monótona, con un ruido sordo producido al caer sobre tierra. Debíamos levantar la voz, seguros aún así de que nadie podría escucharnos. Y nuestra confianza hacía que aún fueran más sonoras nuestras risas. Lo que yo provocaba con gusto, deseoso de contemplar los bellísimos dientes de mi amada. Y no era difícil, ya que yo tenía la labia propia de un estudiante brahmán ante la expresión de Devi, ávida de unos saberes prohibidos a las mujeres y más aún a las de casta inferior.

Yo recitaba himnos del Saber Versificado en honor de Mitrá y Váruna, de Agní, del divino Soma. Pero donde Devi se mostraba más interesada era en el Saber de los Atharvan. Los conjuros la fascinaban: bien le infundían temor, aquellos que buscaban el mal, el daño a los enemigos, bien la hacían sonreir cuando el deseo no era otro que la búsqueda de un pretendiente para alguna soltera cansada de serlo.

Devi me hacía inumerables preguntas, quería saberlo todo, era como una esponja ansiosa de empaparse con mis palabras. Y yo satisfacía su curiosidad con la vanidad de quien ya se consideraba un maestro, ante discípulo tan ávido de saber.

En una de esas tardes en que el tiempo transcurría tan grato para su atención y mis palabras, cesó repentinamente de llover y las nubes dejaron llegar sobre nuestra choza un rayo de luz que la iluminó como hasta entonces nunca la habíamos visto. Cesaron también mis palabras, en un silencio empujado por otro silencio. Una paz repentina inundó la choza, acompañada por el fuerte olor que desprendía la tierra. En ese momento comenzó a llegar hasta nosotros el sonido de una melodía procedente del templo próximo.

Ambos, con los ojos fijos en el suelo, escuchábamos aquella música lejana, aspirando el fuerte olor que impregnaba el aire y bañados por los tonos amarillentos que inundaban nuestra choza y hacían que su cabello brillara con matices jamás vistos hasta entonces. Ambos a la vez levantamos nuestros ojos y nos miramos largamente. Devi se me aparecía como en la representación mural de una diosa. Me sonreía como hasta entonces nunca había hecho, y así continuó durante un tiempo, como segura de un paso que iba a dar de forma inminente, mientras yo también sonreía con expresión de extrañeza inquisitiva.

Lentamente, muy lentamente, como si se dispusiera a ejecutar una danza, Devi comenzó a desprenderse de su sari. Una vez que se lo hubo quitado, lo extendió sobre el suelo de la choza, se reclinó echada sobre él y me extendió su mano.

Debo decir que todo lo que siguió a ese gesto constituye el hecho más importante de mi vida. Pues el poso dulce que dejó en mi alma ha sido la causa de una lucha dura y terrible que ha permanecido hasta el momento en que escribo mi historia. Todo lo que siguió a ese acto: mis viajes, mi vida intelectual y sus ideas, mi placer y mi dolor, fue impulsado o alterado por él.


VI
Devi sonrió al ver mi expresión atenta a cada uno de los pasos que ella acababa de seguir. Su mano continuó ofrecida mientras yo, finalmente, acerqué la mía levantándome y acudiendo a su lado.

Yo era muy joven aunque Devi todavía lo fuera. Pero ella sabía mucho que yo ignoraba. Y así en esta ocasión yo fui su discípulo y ella mi maestra. Renuncio a describiros la infinidad de pequeños actos que siguieron, todos como debidos a un designio secreto y misterioso. Actos detallados, lentos, repasados, llevados a cabo con una destreza sorprendente, en los que Devi parecía mostrar un conocimiento gustoso de encontrar aplicación en mi caso.

Tiempo después, en mi vida de corte, supe el origen de su ciencia, en la que las mujeres de su familia habían sido expertas y se cuidaban de transmitir. Así he asociado siempre el monzón fecundador a mi actividad en aquellos días, en los que me inicié como hombre antes aún de nacer nuevamente como brahmán.

Comprenderás, futuro lector de mi vida azarosa, si has llegado hasta aquí y continúas, que el joven estudiante de los Vedas no dejó de acudir ni un sólo día a la cita de la tarde. Prueba de nuestra juventud fue que ninguno de los dos oscurecimos nuestros encuentros con la nube del arrepentimiento. Sin duda sabíamos que donde habíamos llegado estaba el pecado y la peor ignominia. Pero éramos dos jóvenes que se habían dejado llevar por su deseo y la vida aún no nos había enseñado la dureza de los castigos merecidos.

No hubo vuelta atrás ni un atisbo de arrepentimiento. Devi parecía feliz encontrándose con este hombre joven que jamás la censuraba, que nunca le encargaba pesados trabajos, sino al contrario: aprendía de su saber reciente, de su palabra fogosa, y se sentía feliz por hallar al fin a un hombre rendido ante ella.

Todas las tardes seguíamos los mismos pasos. Yo llegaba antes y muy poco después Devi apartaba la pequeña portezuela de la choza. Nos mirábamos sonrientes y comenzábamos nuestra charla por las anécdotas del día, los menudos sucesos ocurridos en mis clases, los problemas habidos entre el maestro y los discípulos.Puesto que Devi nos conocía a todos, reía muchas veces al oirme contar los apuros que pasaban algunos de ellos que, siendo torpes como eran, hallaban gusto ocasionalmente en humillar a la última y joven esposa del maestro, omitiendo los actos de respeto y el acatamiento que le debían. Ella también me daba cuenta de las difíciles relaciones que mantenía a diario con las otras dos esposas, y no la risa, sino el coraje, provocaban en mí sus palabras, que me abrumaban con el peso del desprecio que Devi sufría y la humillación que ella sentía en su nueva familia.

Su relato, celestes dioses y tú, divino Deseo, hacía que fuera yo siempre quien tendía su mano el primero. Devi callaba y unía la mía a la suya. Y así nuevamente, en cada crepúsculo, iniciábamos el mismo rito en una ceremonia lenta y detallada en la que mi amante desempeñaba la función de varios sacerdotes: ejecutaba el sacrificio, murmuraba palabras y sonidos que yo apenas percibía, y al mismo tiempo vigilaba para que no hubiera defecto alguno en nuestros actos.

Así discurrieron todas las formas de la luna que veíamos al salir juntos de la choza, para inmediatamente separarnos y volver por caminos diferentes a nuestra casa común. Y un día en que nuestro furor igualaba al de la lluvia que caía, se abrió la portezuela de la choza y en el pobre marco de luz se dibujó la figura de la segunda esposa.

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