Alguien podría preguntar: ¿qué entiendes por mala gente? Vamos a simplificar: alguien que no te gustaría tener como yerno o como nuera, pongamos por ejemplo. Alguien que no te gustaría que asociara su vida a la de tus hijos debido a su personalidad, a su educación o a su incultura.
Echemos un vistazo a los ciudadanos que trabajan en política, tal como nos los muestran los medios de comunicación. Es verdad que tales medios, según su orientación, nos ofrecen de los políticos visiones deformadas en muchas ocasiones. Pero en general reproducen frases, gestos o actitudes que no son desmentidos y que podríamos aceptar como verídicos en la conducta de esos ciudadanos. Pues bien, ¿qué es lo que vemos y oímos? No son pocos los que hieren la vista y el oído con sus gestos y palabras. Dirán que en todas las profesiones hay cumplidores buenos, malos y regulares. Pero, ¿por qué en política nos ofende más que haya malos personajes? Tal vez sea porque nos representan a todos en las instancias de poder. Y en un momento dado nos chirría alguien de la lista del partido que hemos votado (o que no hemos votado).
Porque no creo que los ciudadanos en general veamos sólo los fallos en los representantes de los partidos políticos que no apoyamos. Precisamente eso pretenden o ingenuamente creen algunos políticos. La escasa inteligencia, las faltas de preparación, educación y cultura, lo chabacano, lo soez, el machismo irredento, la corrupción, etc., se ve en todas partes y lo ve cualquiera que no esté cegado por el fanatismo y sea medianamente perspicaz.
¿Cómo podríamos acabar con ese porcentaje de mala gente en la política? Sencillamente negándonos a votar la lista en la que aparezca alguno de esos personajes, sea cual sea el partido al que pertenezca. Dentro de sus respectivos partidos están bien afianzados en ocasiones, gracias a un funcionamiento interno en el que priman más las malas artes que el mérito personal. Y los vemos repetir en las listas, elección tras elección. Todos tenemos preferencias en política, claro está, pero apliquemos rigurosamente ese veto al indeseable, aún a costa de introducir el sobre vacío en la urna.
viernes, 19 de noviembre de 2010
jueves, 11 de noviembre de 2010
Los bienes que necesitamos
A veces nos rodeamos de muchas cosas por el placer indiscriminado que brindan. Nos atiborramos de posesiones que en la mayoría de los casos han dejado de proporcionarnos el placer que un día nos dieron.
Y eso es así porque en su momento no supimos evaluar suficientemente lo que representaban tales bienes para nuestro bienestar. La mayoría de las cosas nos ofrece un disfrute efímero, pero nos damos cuenta cuando ya hemos dejado de sentir interés por ellas.
Antes de adquirir, de tener, deberíamos ejercitar la valoración justa de lo que nos apetece, hacer una prospección de su futuro disfrute. Y así comprobaríamos que lo que es realmente necesario para un bienestar constante y duradero es bien poco. Apenas algunas cosas –que no por ello serán a veces de fácil acceso- para nuestra subsistencia física. Y para nuestra subsistencia emocional, para nuestra felicidad, ser o estar, preferiblemente a tener: ser sabio o estar enamorado, mejor que abundar en bienes que estrictamente no necesitamos.
Y eso es así porque en su momento no supimos evaluar suficientemente lo que representaban tales bienes para nuestro bienestar. La mayoría de las cosas nos ofrece un disfrute efímero, pero nos damos cuenta cuando ya hemos dejado de sentir interés por ellas.
Antes de adquirir, de tener, deberíamos ejercitar la valoración justa de lo que nos apetece, hacer una prospección de su futuro disfrute. Y así comprobaríamos que lo que es realmente necesario para un bienestar constante y duradero es bien poco. Apenas algunas cosas –que no por ello serán a veces de fácil acceso- para nuestra subsistencia física. Y para nuestra subsistencia emocional, para nuestra felicidad, ser o estar, preferiblemente a tener: ser sabio o estar enamorado, mejor que abundar en bienes que estrictamente no necesitamos.
Por el esfuerzo hacia el placer
Nuestra capacidad mental, superior a la del resto de los seres vivos, nos lleva a veces a alejarnos del modelo de vida de los seres animados. Y esto conduce a la infelicidad y al dolor.
Fijémonos en los animales. Desde que nacen deben actuar para conservar la vida, primero ayudados por sus progenitores, después sólos. Deben subsistir por medio del esfuerzo en buscar su presa o actuar de determinada manera para no ser atacados y muertos. Consiguen pues el placer de la comida o la reproducción mediante un esfuerzo previo a esos placeres.
Los seres humanos sin embargo, gracias a la tecnología que nuestras mentes han producido, hemos reducido hasta extremos peligrosos el esfuerzo necesario para mantener la vida. Claro está que esto va referido a determinadas regiones del mundo, a lo que llamamos el primer mundo.
Hemos llegado a tener la ilusión de que apenas hay que hacer nada para poder vivir, hemos llegado a creer que la vida es una secuencia de placeres que son graciosamente dados sin apenas esfuerzo. El mundo occidental es frecuente en prototipos de hombres y mujeres que parecen rodeados de placer sin que tengan que pagar precio alguno por ello.
Y esta idea ha pasado a los jóvenes, a su educación, con una superprotección de la que somos culpables los padres y los educadores. En la educación de los jóvenes y en el mundo de los adultos debería ser constante el modelo de la vida animal, exento, claro está, de la agresividad que les es propia. Vivimos, esto es, nacemos, crecemos, nos multiplicamos con el incentivo del placer, sí, pero al que hay que llegar con un esfuerzo previo. Sólo ese placer es auténtico o válido; el que se nos da sin él acaba por dejar de ser placer y se convierte en algo anodino: la vida se vuelve insípida y exigimos más sin saber qué ni a quién pedirlo.
Fijémonos en los animales. Desde que nacen deben actuar para conservar la vida, primero ayudados por sus progenitores, después sólos. Deben subsistir por medio del esfuerzo en buscar su presa o actuar de determinada manera para no ser atacados y muertos. Consiguen pues el placer de la comida o la reproducción mediante un esfuerzo previo a esos placeres.
Los seres humanos sin embargo, gracias a la tecnología que nuestras mentes han producido, hemos reducido hasta extremos peligrosos el esfuerzo necesario para mantener la vida. Claro está que esto va referido a determinadas regiones del mundo, a lo que llamamos el primer mundo.
Hemos llegado a tener la ilusión de que apenas hay que hacer nada para poder vivir, hemos llegado a creer que la vida es una secuencia de placeres que son graciosamente dados sin apenas esfuerzo. El mundo occidental es frecuente en prototipos de hombres y mujeres que parecen rodeados de placer sin que tengan que pagar precio alguno por ello.
Y esta idea ha pasado a los jóvenes, a su educación, con una superprotección de la que somos culpables los padres y los educadores. En la educación de los jóvenes y en el mundo de los adultos debería ser constante el modelo de la vida animal, exento, claro está, de la agresividad que les es propia. Vivimos, esto es, nacemos, crecemos, nos multiplicamos con el incentivo del placer, sí, pero al que hay que llegar con un esfuerzo previo. Sólo ese placer es auténtico o válido; el que se nos da sin él acaba por dejar de ser placer y se convierte en algo anodino: la vida se vuelve insípida y exigimos más sin saber qué ni a quién pedirlo.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Los programas para “hablar bien”
Hay en la radio y la televisión programas para “hablar bien”. En ellos se recuerdan normas gramaticales mal empleadas ocasionalmente, se comentan expresiones o giros mal aplicados, se denuncian sustantivos o adjetivos lanzados al estrellato léxico, etc. Ejemplo reciente de esto último podría ser un adjetivo que está teniendo una fulminante carrera en los medios de comunicación: las cosas, los hechos, ya no son feos, malos o difíciles, sino “complicados”. Parece que se trata de un uso que pretende atenuar –no sé por qué- una gravedad. Porque decir de un barrio arrasado por un movimiento de tierras que está en una situación “complicada”, como he oído en la televisión, me parece de burla dada la gravedad del asunto.
Sin embargo, aún a riesgo de parecer contradictorio, una vez que se aprecia un hecho de este tipo, una vez que somos conscientes de nuevos usos y desusos de palabras, giros y formas gramaticales, ¿por qué habríamos de insistir en el viejo uso frente al nuevo? Podría indicarse todo lo más la innovación frente a lo que había, pero deberíamos rendirnos ante la evidencia de que no se puede detener el cambio en la lengua, como no se puede detener la corriente de un río. A fin de cuentas hablamos una lengua que es el resultado de hablar mal otra durante dos mil años.
Disiento pues del objetivo de dichos programas. Disiento del concepto único de hablar bien, disiento de uniformar lengua y habla, según los conceptos saussurianos. Para mí, como para otros, hablar bien es emplear en cada contexto de interlocución el registro de habla adecuado. De la misma manera que sería ridículo que yo, en la barra de un bar, con parroquianos comentando un partido, dijera con seriedad: “el defensa izquierdo contrario tiene una habilidad inquietante para imprimir duros golpes a las extremidades de nuestros delanteros” –imagínense las miradas furtivas y el inmediato cachondeo-, también sería inapropiado escuchar en mi clase universitaria: “Jo, tío, el diccionario de Corominas mola mogollón” –como ocurrió realmente. Cuando le comenté a la alumna en cuestión algo parecido a lo que vengo comentando, se mostró muy ofendida. Sus compañeras me censuraron duramente con la mirada y una de ellas me advirtió que era la que más leía de todas. Lo cual podía ser cierto, pero el problema consistía en que ella, como muchas otras personas, no distinguen los contextos para distinguir los registros de habla y eso sí que es “hablar mal”. En una facultad universitaria esto no se puede pasar por alto si se hace inconscientemente, y si se hace conscientemente se asume una pobreza innecesaria y limitadora, lo que tampoco es adecuado precisamente en el ámbito donde se muestran la riqueza y las infinitas posibilidades de la expresión lingüística.
Creo que lo maravilloso del lenguaje consiste precisamente en poder utilizar todos los variados registros del habla, modificando el vocabulario y la gramática para adaptarse a los diferentes contextos de interlocución y comunicarse con la mayor expresividad. No debería predicarse pues la bondad o superioridad de un registro sobre otros, sino mostrar la distinción de las diferentes situaciones de comunicación y enseñar a distinguir y a disponer de los registros de habla adecuados.
Sin embargo, aún a riesgo de parecer contradictorio, una vez que se aprecia un hecho de este tipo, una vez que somos conscientes de nuevos usos y desusos de palabras, giros y formas gramaticales, ¿por qué habríamos de insistir en el viejo uso frente al nuevo? Podría indicarse todo lo más la innovación frente a lo que había, pero deberíamos rendirnos ante la evidencia de que no se puede detener el cambio en la lengua, como no se puede detener la corriente de un río. A fin de cuentas hablamos una lengua que es el resultado de hablar mal otra durante dos mil años.
Disiento pues del objetivo de dichos programas. Disiento del concepto único de hablar bien, disiento de uniformar lengua y habla, según los conceptos saussurianos. Para mí, como para otros, hablar bien es emplear en cada contexto de interlocución el registro de habla adecuado. De la misma manera que sería ridículo que yo, en la barra de un bar, con parroquianos comentando un partido, dijera con seriedad: “el defensa izquierdo contrario tiene una habilidad inquietante para imprimir duros golpes a las extremidades de nuestros delanteros” –imagínense las miradas furtivas y el inmediato cachondeo-, también sería inapropiado escuchar en mi clase universitaria: “Jo, tío, el diccionario de Corominas mola mogollón” –como ocurrió realmente. Cuando le comenté a la alumna en cuestión algo parecido a lo que vengo comentando, se mostró muy ofendida. Sus compañeras me censuraron duramente con la mirada y una de ellas me advirtió que era la que más leía de todas. Lo cual podía ser cierto, pero el problema consistía en que ella, como muchas otras personas, no distinguen los contextos para distinguir los registros de habla y eso sí que es “hablar mal”. En una facultad universitaria esto no se puede pasar por alto si se hace inconscientemente, y si se hace conscientemente se asume una pobreza innecesaria y limitadora, lo que tampoco es adecuado precisamente en el ámbito donde se muestran la riqueza y las infinitas posibilidades de la expresión lingüística.
Creo que lo maravilloso del lenguaje consiste precisamente en poder utilizar todos los variados registros del habla, modificando el vocabulario y la gramática para adaptarse a los diferentes contextos de interlocución y comunicarse con la mayor expresividad. No debería predicarse pues la bondad o superioridad de un registro sobre otros, sino mostrar la distinción de las diferentes situaciones de comunicación y enseñar a distinguir y a disponer de los registros de habla adecuados.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)